Apuntes sobre el Karma
El término karma —literalmente, “acción” en sánscrito (कर्म)— ha pasado al uso popular de las lenguas occidentales como un concepto difuso que evoca una especie de ley cósmica según la cual el infortunio en la vida de una persona es la consecuencia retributiva de sus malas acciones pasadas (karma is a bitch!), mientras que su buena fortuna es efecto de antiguas bondades. Occidente no es una civilización reencarnacionista, el uso de este término es derivativo, un tipo de préstamo conceptual especialmente útil en una cultura que se avergüenza de citar a Dios y que se caracteriza por una perspectiva mecanicista de las cosas.
En efecto, el Occidente judeocristiano tiene desde siempre su propia versión de una ley retributiva trascendental, establecida y aplicada en este caso por el Juez Supremo del universo, Yahvé o Dios Padre. (Véase, por ejemplo, todo el Antiguo Testamento y muy en especial El Libro de Job.) Pero este Dios es una figura en crisis desde hace más de un siglo. El característico individualismo occidental tenía que acabar rebelándose contra una entidad omnisciente y todopoderosa que, en lugar de crear un universo paradisiaco a la altura de sus presuntos poder y bondad infinitos, construye un mundo-laboratorio para entregarse a caprichosos experimentos morales de los que resulta un inmenso y generalizado dolor humano.
El karma, por el contrario, es en el hinduismo y budismo una ley despersonalizada, derivada de la propia naturaleza y constitución del cosmos, a la que están sujetos incluso los dioses. Y para una cultura como la nuestra, tan proclive a someterse al mecanicismo científico decimonónico, la incorporación de esta idea —por más pintoresca y chic que pueda parecer en ocasiones— no supone un salto conceptual muy grande: es poco más que la trasposición de las leyes físicas consensuadas a la dimensión moral de la existencia.
Vale la pena detenerse un instante en este aspecto de la cuestión. Karma, en el fondo, es una forma determinista de entender la distribución y retribución del bien y el mal en el cosmos de acuerdo con la aplicación de algo así como la tercera ley de Newton —que establece que toda acción en la naturaleza provoca una reacción igual y opuesta— al tejido moral de las cosas. En un medio reencarnacionista, ésta es una ley que “no olvida” de vida en vida y que plantea la cuestión de qué es exactamente lo que se reencarna de la vieja personalidad en la nueva de modo que esta última tenga que sufrir por antiguas faltas que no recuerda y con las que ya no se identifica o deleitarse en los frutos de sus buenas acciones pasadas. En un medio no reencarnacionista y secular, la idea de karma es una extensión del mecanicismo determinista, más allá del ámbito puramente físico, al área moral del sentir humano.
Puesto que el tema de la reencarnación es complejo y ha recibido diferentes soluciones de acuerdo con el enfoque de cada una de las seis doctrinas (darshanas) vedánticas tradicionales (mimamsa, vedanta, shankya, yoga, nyaya y vaiseshika) tanto como de las no vedánticas (tantra), el concepto de karma no es precisamente diáfano y uniforme en todo el hinduismo. Por otra parte, en el budismo, que niega la existencia de un núcleo esencial e inmortal del ser vivo —esto es, el alma— el karma adquiere otra dimensión y viene a convertirse en la práctica totalidad del ser vivo. Si se pregunta, qué es lo que se reencarna de vida en vida según el budismo, la respuesta es el propio karma. Samsara, es decir, el mundo fenoménico, es karma y la liberación (nirvana) pasa por el pago y liquidación de todas las deudas pendientes.
Esta última idea no está exenta de contradicciones: puesto que toda acción humana tiene efectos kármicos, no parecería posible saldar todas las deudas existenciales mientras uno va generando nuevos débitos a cada paso. Y por esta razón hay que formular un estado de consciencia iluminado desde el cual, una vez alcanzado, ya no se genera nuevo karma. La consecuencia de esta formulación es la absoluta disociación entre psiquismo y fisicalidad, entre consciencia y cuerpo, una disociación más absoluta, por cierto, que en el cartesianismo occidental.
En una cultura como la india, que es —tradicionalmente hablando— la antítesis de una sociedad igualitaria, con su sistema de castas y su tremenda polarización de los recursos económicos en los términos de una extrema riqueza y una extrema pobreza, el principio del karma es incalculablemente conservador. En efecto, puesto que existe una justicia universal en la distribución de la fortuna y el infortunio, la injusticia social es irrelevante y queda subsumida en el perfecto equilibrio cósmico. Si uno nace sudra (la más baja de las castas), es mísero, contrae la lepra y habita en una pocilga, es consecuencia de haber sido malvado en vidas anteriores; si el otro nace rajá, reside en un palacio, está rodeado de sirvientes y concubinas, es porque en el fondo es un mahatma, esto es, una gran alma. No hace falta mayor explicación, ni siquiera soluciones sociales: todo es lo que tiene que ser, de modo fatalista. Y si el budismo, a diferencia del hinduismo, se preocupa por los miserables no es por un propósito de reequilibrio social, sino porque la compasión hacia todos los seres vivos (karuna) es uno de los preceptos de esta doctrina religiosa que se columpia entre la más absoluta renuncia y el buenismo solidario.
En su llegada a Occidente, más allá del uso popular de este término, el concepto de karma ha dado lugar a todo tipo de especulaciones extravagantes en ámbitos esoterizantes con poco conocimiento del contenido filosófico original de este principio. Preocupaciones como las del contagio kármico a través del contacto sexual, de las relaciones afectivas, o de cualquier tipo imaginable de interacción con otras personas se han instalado en la mentalidad de algunos individuos y colectivos. La consecuencia de esta angustia infundada es la discriminación de ciertos sujetos por razones de contaminación etérica.
Otros hacen uso de la idea kármico-reencarnacionista de modo “épico” —y, sobre todo, oportunista— para fabricarse una identidad pasada que vista de magnificencia su pequeñez presente. De ahí tanta reencarnación de Alejandro, César, Napoleón y Leonardo da Vinci... Otros son más “igualitarios” y dicen que, a estas alturas, todos hemos sido de todo: nobles y siervos, santos y criminales, hedonistas y espartanos, monjas y putas... Y aun otros optan por usar la idea para empequeñecer al prójimo y están seguros de reconocer en él al esclavista, traidor, asesino, o maquiavelo de vidas pretéritas. He oído decir a algunos, incluso, que puedes reencarnarte en el pasado, en el tiempo de Cristo, por ejemplo y hay hasta quien “recuerda” su paso por el mundo animal (como Shirley Maclaine, que fue tigresa) o su estupenda vida en la Atlántida.
En fin, que una vez surgida o asimilada de otra cultura una idea hasta cierto punto coherente, las aberraciones a las que puede dar lugar en las mentes esoterizantes que traducen fantasías en realidades sin el filtro de la experiencia directa de las cosas no tienen límite. Y si hablo de coherencia en relación al karma y la reencarnación es porque, si abandonamos la idea cristiana de la vida como una especie de prueba moral y la contemplamos desde la perspectiva de una evolución individual de la consciencia, desde la cognición más elemental e instintiva hasta la gnosis supramental, tiene mucha más lógica una secuencia existencial de varias vidas que permitan experimentar el mundo desde muchas circunstancias distintas que una única existencia. Qué sea, del conglomerado psíquico que cada uno de nosotros es, lo que se reencarne de este modo es otra —y posiblemente irresoluble— cuestión.