Meditación
Como palabra, meditación es una moneda de cambio ciertamente útil. Al pasárnosla entre hablantes hasta parece que sepamos lo que queremos decir: “¿Practicas meditación?”; “Tú, que eres un experto en meditación...”; “Tendría que probar eso de la meditación, a ver si me calmo”... Además, la encontramos en varias de las lenguas de nuestra vasta Sprachbund con el mismo y difuso significado de cierto tipo de práctica contemplativa: meditation en inglés, Meditation en alemán, méditation en francés, meditazione en italiano, meditação en portugués, meditatie en holandés, meditasjon en noruego, meditation en danés y sueco... y hasta медитациа en ruso.
Y, sin embargo, el término falla por dos lados: en primer lugar, porque el significado primario de meditare en latín y en nuestras lenguas modernas tiene que ver con “reflexionar, planear, pensar, considerar...”, es decir, con la actividad voluntaria del intelecto cogitativo, mientras que el sentido religioso, espiritual o yóguico —por llamarlo de algún modo— que le hemos impuesto a esta palabra apunta, precisamente, a un ir más allá de la mente (voluntaria o involuntariamente) pensante. En otras palabras, es como si a subir, por un proceso de extensión postiza de su significado, le hubiéramos empotrado también el sentido adicional de “bajar”.
En segundo lugar, la palabra falla porque ni siquiera está claro que haya un referente concreto para ella, razón por la cual su significado es difuso. Como moneda de cambio entre hablantes comunes su valor no va mucho más allá de la idea de sentarse en silencio, cerrar los ojos y tratar de no pensar en nada. Por supuesto, los maestros espirituales y tratadistas que la usan se refieren con ella a algo específico... tan específico, de hecho, que hay tantas meditaciones como escuelas, doctrinas, santos, sādhus, rishis y cualquier otra variante del místico, misteriósofo u ocultista.
Para el shaivismo de Cachemira, por ejemplo, meditación es retirarse al interior de uno mismo, volver a la esencia; para ciertas escuelas budistas mahayana, todo es meditación porque no hay diferencia ontológica entre samsara y nirvana, es decir, entre el universo fenoménico y la pura trascendencia; de acuerdo con algunos yoguis, meditación es hacerse uno con el alma; para el budismo theravada, por el contrario, consiste en deconstruir el aglomerado de la consciencia y, puesto que no reconoce la existencia de un alma o esencia, disolverse en el nihil primigenio; otros yoguis, sin embargo, lo formulan como un reencuentro con Dios, de un modo similar a como San Anselmo lo expresa bellamente en su Proslogium, aunque sin llegar a usar el término meditación:
Eia, nunc homuncio,
fuge paululum occupationes tuas,
absconde te modicum a tumultuosis cogitationibus tuis.
Abice nunc onerosas curas,
et postpone laboriosas distentiones tuas.
Vaca aliquantulum Deo,
et requiesce aliquantulum in eo.
Intra in cubiculum mentis tuae,
exclude omnia praeter Deum
et quae te iuvent ad quaerendum eum,
et clauso ostio quaere eum.
Dic nunc, totum cor meum, dic nunc Deo:
“Quaero vultum tuum,
vultum tuum, Domine, requiro”.
[Vamos, pequeño hombre,
apártate por un rato de tus tareas diarias,
huye por un momento del tumulto de tus pensamientos.
Deja de lado tus pesarosas cuitas
y pospón tus laboriosas distracciones.
Vacíate por un lapso para Dios
y reposa ese rato en él.
Entra en la cámara interior de tu mente,
exclúyelo todo excepto Dios
y aquello que pueda ayudarte a encontrarlo,
y, con la puerta cerrada, búscalo.
Di ahora, mi corazón entero di a Dios:
“Busco tu rostro,
tu rostro, Señor, es lo que anhelo.”]
Lo cierto es que hay otras muchas prácticas aparaguadas bajo la bóveda del nombre meditación y del verbo meditar, como por ejemplo el esfuerzo tántrico por activar las energías de consciencia características de esos centros denominados chakras, localizados a lo largo del eje del tronco humano, sede cada uno de ellos de poderes extraordinarios y de un nivel de consciencia progresivamente más profundo y más elevado según se asciende desde el coxis al vértice de la cabeza. O ese otro empeño complementario de despertar la energía esencial (kundalini) dormida en el chakra primario e inconsciente. O ese ejercicio mágico-religioso, propio también del tantrismo, que consiste en adquirir un poder misteriosófico o en provocar un acontecimiento en la realidad externa por la repetición de un mantra y la concentración de la voluntad.
Desde la comercializada meditación trascendental (TM) de Maharishi Mahesh Yogi hasta la meditación integral de Sri Aurobindo y la catártica meditación dinámica de Osho, todo cae bajo el paraguas del mismo término, aunque los objetivos y procedimientos de cada una de estas prácticas sean muy distintos.
Ahora bien, si una sola palabra nos sirve para referirnos a todas estas cosas, es, por un lado, por una cuestión de economía conceptual y, por el otro, porque el mundo del psiquismo místico es algo poco sondeado y poco conocido en nuestra cultura: parece que con unos pocos términos podemos expresar todo lo que sabemos de él, del mismo modo que un par de nombres es todo lo que se necesita para referirse a un área geográfica no explorada... esto es, cuando todavía quedaban áreas geográficas por explorar.
Aunque el término meditación cumple —a pesar de sus deficiencias— su función, a mí hay otros que me gustan particularmente: abismamiento y ensimismamiento, por ejemplo, porque hablan del esfuerzo por pasar de la consciencia externa ordinaria a un espacio profundo del psiquismo y, en este sentido, ponen de manifiesto un proceso que es imprescindible a —y comparten— todas las meditaciones. Me satisface también entimesis, del griego ἐνθύμησις, con el significado de entrar en uno mismo a través del thymos (θυμός), la parte afectiva del alma. Yo descubrí este término en los libros de Henry Corbin, que tanto y tan bien ha escrito acerca de la mística islámica, pero me interesó descubrir que en la gnosis valentiniana entimesis es el impulso de Sophia (el trigésimo Eón o manifestación arquetípica) por comprehender la grandeza del Ser Ingénito. El islandés hugleiðsla, de hugur ("mente") y leiðsla ("guía, dirección") es sugerente también porque implica el acto volitivo de la mente en dirección a su autotrascendencia, en lugar de permanecer satisfecha o resignada en el desorden y barullo del psiquismo ordinario.
En japonés existen varias maneras de decir meditación, pero a mí hay dos términos que me resultan especialmente atractivos: 座禅 (zazen) y 黙想 (mokuzō). Puesto que el japonés se escribe (o puede escribirse) con sinogramas, cada uno de los cuales aporta a la palabra su valor semiótico específico, el significado global del término es al final más rico de lo que parece a simple vista. En zazen confluyen 座 (za), “sentarse” y 禅 (zen, "Zen"), que a su vez se deja leer como (示) "revelar, mostrar" y (単) “simplicidad”. En cuanto que zazen, pues, la meditación es “sentarse con revelatoria sencillez”, sin pensamientos, ni deseos, ni e-mociones... un acto de pura Presencia. Mokuzō, por su parte, está compuesto de “silencio” (黙) y de “idea, contenido mental” (想). Esta “idea”, además, es una “apariencia” (相, zō) traída al corazón (心, kokoro), esto es, interiorizada. Y la “apariencia”, por su lado, es lo que ocurre en la intersección entre el “ojo” (目, me) que ve y el árbol (木, ki) que se ofrece a la mirada. Como mokuzō, por tanto, meditación se deja interpretar como el fenómeno interiorizado en nóumeno y sumergido en el silencio anímico.
Finalmente, resulta especialmente evocador el término alquímico VITRIOL. Como en el caso anterior de los sinogramas, tenemos aquí un nombre de significado estratificado: por una parte, el sugerido por la palabra entera, vitriolo, que es ácido sulfúrico, el “solvente” o corrosivo definitivo. Por la otra, el implicado por cada una de sus letras: VITRIOL está por Visita Interiora Terrae Rectificando Invenies Occultum Lapidem (“visita los interiores de la tierra, rectificando encontrarás la piedra oculta”). De modo que VITRIOL no es sólo el nombre de la actividad meditativa en sí, sino también la fórmula de su procedimiento: corrosión de la escoria externa, interiorización, rectificación (de todo lo imperfecto, incoherente o impuro) y exhumación de la piedra filosofal (en este caso, el alma o esencia divina).
Aunque quizá no en lo que hace a la evocación, pero sí a la precisión, conviene examinar también la terminología sánscrita porque, a diferencia de lo que ocurre en la cultura occidental, para el Oriente el universo del psiquismo místico es una geografía honda y vastamente explorada y ha dado lugar a un vocabulario rico y especializado. No es que Occidente carezca por completo de léxico para esos espacios y procesos sutiles, pero no está tan consensuado ni parece tan preciso como en el contexto indio. De hecho, cada explorador del mundo interior —un Juan de la Cruz, una Teresa de Jesús, una Therese Neuman, un Miguel de Molinos, un Meister Eckhart...— tiene su manera particular, su propio idiolecto, para nombrar las regiones desveladas por su anábasis misteriosófica. Y en muchas ocasiones lo ha hecho, además, de forma disimulada, a fin de no despertar la suspicacia y violencia inquisitorial de la ortodoxia cristiana. Por otra parte, la popularización del “misticismo” en Occidente —ya sea en sus versiones más o menos honestas o directamente aberrantes— es cosa de las últimas décadas del siglo xx, con la exportación desde la india de un yoga light para el ciudadano urgente del hemisferio norte, empachado de materialismo, racionalismo y utilitarismo.
Así, en sánscrito, la palabra más usada para meditación es dhyāna (ध्यान), derivada de धी (dhī), que como verbo es “meditar, contemplar, reflexionar” y como substantivo algo conceptuable en términos de “poder mental”. Pero dhyāna, ya desde los Yogasutras de Patanjali, es en realidad sólo una fase del proceso meditativo, que comienza por una retracción de los sentidos hacia el interior (pratyāhāra, प्रत्याहार), sigue por la concentración o focalización de la mente en un solo punto, idea, afecto o imagen (dhāraṇā, धारणा) —como si los rayos incoherentes de la mente se unieran en el haz homogéneo de un láser de consciencia—, deriva en dhyāna cuando el láser psíquico se funde con el objeto de meditación en un único estado contemplativo, y culmina en arrobamiento (samādhi, समाधि) al trascenderse la consciencia a sí misma.
Sea como sea, ¿qué puede decirse de la meditación más allá del recorrido filológico que acabamos de realizar y que ya, por sí mismo, nos ha dado una cuantas y necesarias claves de nuestro tema? En primer lugar, que es una práctica tan subjetiva que uno no puede decir lo que ES, sino sólo lo que es para él mismo. En lo que a mí se refiere, la practico desde los quince años y soy un mero principiante. Los escasos y cortos periodos en los que he llegado a remontarme a estados de consciencia supraordinarios no se han debido jamás a ningún mérito mío especial ni a ningún refinamiento de la “técnica” introspectiva, sino únicamente a la acción sobre mí —por la inmerecida razón que fuera— de un plano de existencia superior. Lo que ha ocurrido entonces es algo que no puedo explicar racionalmente; sólo describir con imágenes aproximativas que me harían parecer mentiroso a los ojos de unos, iluso a los de otros y demente a los del resto. Y, cuando esos periodos terminan, uno se siente tan abandonado y perdido como el huido de Shangri-La en la novela de James Hilton, Lost Horizon (1933), al no encontrar el camino de vuelta al Edén himalayo. Es una verdadera noche oscura del alma, pero persistes porque no hay otra cosa que puedas hacer...
Así, la meditación es para mí una forma de empirismo trascendental, de poner a prueba las “verdades” que el mero devoto acepta por un acto de fe en cualesquiera que sean las Escrituras de su religión, o en las palabras de su ulema, rabí, sacerdote, starets o brahmán. ¿Dios?, ¿alma?, ¿planos superiores de consciencia?, ¿reencarnación?, ¿ángeles y demonios?, ¿kundalini y chakras?, ¿arcontes y demiurgo?, ¿telepatía y otras experiencias paranormales?... El homo meditans no tiene por qué aceptar (ni rechazar) a priori ninguna de estas cosas: las encontrará en su viaje interior o no las encontrará, tendrá confirmación empírica o no la tendrá. Está más allá de la religión y del ateísmo; está en el camino de acceder a esa consciencia que mira sin filtros ni empañaduras, directamente, al rostro de la Verdad. Es un camino espiritual, pero no religioso; es un camino subjetivamente científico y científicamente misteriosófico.
Como procedimiento, para mí la meditación comienza por un acto de objetivación... que es depuración... que es espagírica. Parte de la dificultad de la meditación consiste en aprender a ver lo que habitualmente tomamos por nuestra identidad como objeto del verdadero Sujeto interior que, a su vez, al comienzo del camino, da la impresión de ser el objeto deseado o la meta perseguida por el buscador. Es como un juego de espejos. Es como mirar la propia imagen en el espejo y darse cuenta de que quien la observa no es otra cosa que el reflejo, mientras que la presunta imagen en el espejo es el verdadero Sujeto Observador. Así, meditación es mirarse en el espejo interior. El arrobamiento, samādhi o satori llega cuando el que se creía observador se contempla como la imagen reflejada desde el verdadero Observador interior.
En ese momento, todo el derrubio de consciencia en medio del cual vivimos ordinariamente, todo ese batiburrillo de ideas, sentimientos, afectos, deseos, cicatrices, miedos, mitos, emociones y compulsiones, angustias, vergüenzas, prejuicios, presunciones y presuposiciones, tensiones y fricciones, presiones, frustraciones, tentaciones, tribulaciones y vacilaciones, heridas y lesiones, odios y rencores, errores y terrores, debilidades y remordimientos... todo ese lastre que habitual y acríticamente incorporamos como materia constitutiva de nuestro yo queda “fuera” por el esfuerzo de objetivación y, si uno persiste lo bastante, acaba por extinguirse en el océano infinito, hiperconsciente, calmo, libre y luminoso del Ser interior. Y lo que queda es el Sujeto Absoluto: absolutamente desnudo, absolutamente no involucrado en nada, no movido ni conmovido por nada, en silencio y quietud absolutos, inmortal en su absoluta atemporalidad...
Meditar, así, consiste en encontrar o generar la cámara interior secreta donde yo sea Yo-sin-mi-circunstancia... y todo lo que me ocurre, pienso, percibo sea sentido como un exterior, una otredad, incapaz de afectarme. Es el viaje hacia el punto de encuentro con ese Yo que es Todo y es todos, porque es el centro de reconciliación de todas las oposiciones.
Como todos los viajes, éste es una aventura incierta. No hay mapas; sólo vagas —y a veces contradictorias— indicaciones para el peregrino. Su éxito no depende de tu empeño y determinación, sino de tu capacidad de abandono. El que inicia el viaje no es quien lo culmina. El camino es ilusorio: la meta siempre estuvo ahí, incluso precediendo al punto de partida. En última instancia, todo el viaje consiste en un abrir los ojos y ver por fin al Guía oculto que nunca dejó de acompañarnos: “¡Ah, eres Tú!”, dice entonces el peregrino. “No, siempre he sido tú”, responde categóricamente el Guía.