Crónicas del Ecce Homo

¡Rodando, que es Gerundio!

Hace poco alguien me envió una videonoticia youtubesca de ésas que hacen levantar la ceja al remitente, exclamar “¡¿En qué mundo vivimos?!” y caer en la necesidad de compartir perplejidades con un ser afín. Se trataba de las imágenes de una especie de obesa mórbida que agitaba una pancarta por las calles —creo— de Madrid, gritando con voz tribal:

                          “¡Lá cultúra dé la diéta
                           és violéncia pátriarcál!”

En efecto, la estructura trocaica de la consigna ayudaba a la homínida a dar énfasis mántrico a su cacofonía.

Libros enteros podrían escribirse sobre esta escena y este lema. Yo me limitaré aquí a dar unas pocas pinceladas.

En primer lugar, la pobre mujer alucina elefantes rosa si cree que en este mundo de nueve mil millones de zombis, a alguien, patriarca o no, le importa un pimiento su gordez o la de su vecina. Ni siquiera a los fabricantes del viejo thiomucase, ozempic y el novísimo orfoglipron les importa, aunque se lucren como se lucran gracias a la compulsión alimenticia de unos cuantos. Si una buena parte de la humanidad quiere transitar a la condición de odontocete, o cetáceo dentado, y beneficiarse del empuje antigravitatorio de los océanos a fin de sobrellevar mejor su propio peso, pues genial, más espacio en tierra firme para el resto. Pero atribuir a otro —en este caso una entidad fantasmal como la patriarcal entelequia— la violencia que uno mismo ejerce contra su organismo, sus intestinos, estómago, hígado, páncreas, bazo... atiborrándolo de materia exógena superflua y redundante, es un caso cristalino de transferencia psicológica.

En segundo lugar, el bramido de la homínida no revela sino que en su lucha entre la disciplina nutritiva y la voracidad mamífera primaria ha prevalecido la segunda. Vencida y humillada la primera, la persona entera ha de convencerse de que su dirección es la óptima, la sana. Y eso lo hace enarbolando con berridos un victimismo al que la hipnosis colectiva ha nutrido de nuevos culpables: esa cultura que premia la belleza, la riqueza, el esfuerzo, el mérito... exactamente igual que ocurre en la Naturaleza darwinista que nos concibió y de la que tanto nos estamos alejando al artificiar un mundo a la medida de la tecnomediocridad, inevitablemente abocado a la Sexta Extinción.

A mayor abundamiento, confieso que no sé si es el caso de esta mujer, pero muy a menudo las consignas en contra de la sociedad patriarcal, machismo, micromachismo, colonialismo, capitalismo, gordofobia, islamofobia... de todos esos que no se han leído un libro de historia, psicología o geopolítica en su vida y que han aprendido a esgrimir semejantes etiquetas a base de vídeos de Tik Tok van de la mano con dogmas acerca de la sostenibilidad, vegetarianismo, veganismo... y con poses antitaurinas y en contra de la caza.

Que alguien me explique qué rehostias tiene de sostenible un cuerpo sobrepesado, ya sea si hablamos en términos gravitatorios, médicos, morales o de aprovechamiento eficiente de recursos. En cuanto al resto, pues sí, pasadas de moda las viejas religiones, los zelotes de siempre necesitan encaramarse a una nueva plataforma moral desde la que señalar con dedo acusador a los “pecadores” y tratar de “evangelizarlos” a la fuerza, quieran o no compartir sus certezas.

Inquisition rules! ¡Una sola ley para todos, la mía, porque soy quien está en posesión de la verdad y además el único demócrata!... y quien no lo vea así es porque es un codenado facha.

Es triste cómo los seres humanos lo pervertimos todo. Lo que en los años 80 era subversivo, progresista, renovador y generaba el optimismo de un cambio sano y deseable, en lugar de abrir insólitos caminos a la cultura una vez alcanzada su legitimidad, se ha encerrado en un victimismo revanchista que, en ese pasado ficticio reescrito sin cesar, encuentra cada día de la semana nuevos motivos para exigir cuotas y privilegios a los demonizados opresores del pasado.

En los 60, los Sirex cantaban festivamente aquello de Que se mueran los feos, que no quede ni uno ni uno de feo... y todos lo celebrábamos porque entendíamos perfectamente hasta dónde llegaba la broma y dónde empezaba el insulto. Vete tú hoy en día a cantar Que se mueran los gordos... y verás dónde acabas. ¡Vivan el progreso y las libertades “democráticas”...!