Crónicas del Ecce Homo

Libidalgia

Hay momentos en que todo lo que te mueve, ilusiona, exalta durante un olímpico periodo —ese nuevo tema que despierta tu interés, ese libro que ha llegado a tus manos o que has empezado a escribir, ese deporte en el que te estás iniciando, ese regalo que te has hecho o capricho que te has dado últimamente porque de vez en cuando hasta te apetece ser condescendiente contigo mismo, ese amigo o mentor inesperado, ese caballo que has adquirido y que acude a ti cuando lo llamas por su nombre, esa chica que acabas de conocer y te fascina...— parece de pronto huero e inane. La libido se retira del mundo exterior y tu afecto por las cosas colapsa. Más allá, el barranco de las esperanzas como un gran cementerio de elefantes. Sospechas que, en realidad, no eran ellas las que te seducían por sus valores, sus admirables peculiaridades, sus promesas, sino que eras tú seduciéndote a ti mismo a través de ellas... por una mera necesidad de seguir adelante incólume, o al menos medianamente cuerdo, y porque eres lo bastante estúpido para necesitar este subterfugio en lugar de entusiasmarte a ti mismo por ti mismo, por lo que eres y por lo que puedes llegar a ser. Caes en la cuenta de que las cosas que te movían no se sostienen por sí mismas, por su excelencia intrínseca, sino por lo que tú ponías de ti mismo en ellas en lugar de ponerlo directamente en ti... y así todo el espejismo te parece estúpido y rebuscadamente artificial. Cuando esto ocurre te quedas desnudo, ya sea como un moribundo al que sólo le resta escandir la copla de su último aliento, ya como un autómata con capacidad para obrar pero no para sentir... rezando quizá para que retorne tu ilusión por las cosas y se reinicie el viejo juego de espejos y el mismo eterno ciclo de estupidez. 

O quizá no, quizá estés hecho de otro metal, más frío, más compacto, y anheles permanecer en este estado de vacua claridad y de clara vacuidad, cultivando tu postrera versión del desapego.

Libid2