Crónicas del Ecce Homo

Apocalipsis Zombi

Y eso que las películas nos tenían acostumbrados a que el Apocalipsis Z sería consecuencia de radiaciones (Night of the Living Dead, 1968), o de un virus (World War Z, 2013), o de los efectos imprevistos de una vacuna (I Am Legend, 2007), o de las malas prácticas de una corporación farmacéutica (Resident Evil, 2002), o de una droga (Zombi Child, 2019), o de hongos felones (The Last of Us, 2023—), o de una omnipresente, omnisciente, omnipotente inteligencia artificial capaz de titeretizar a la humanidad entera (West World, 2016-22) ... vete a saber. Pero ¡qué va, nada de eso! Nada tan fáustico o maquiavélico... O quizá sí, algo tremendamente maquiavélico y fáustico a la vez: una simple pantallita por la que asomarse al mundo, a algunos de sus espacios brillantes, sí, pero sobre todo a sus dimensiones más delirantes, más desquiciantes, más falaces, más banales... Una pantallita más adictiva que el fentanilo, por la que enviar y recibir mensajes, muchos de ellos pictográficos, emoticonográficos, desencefalizados, de la que constantemente esperamos ese sonidito que indica que el universo ha tenido a bien ponerse en contacto con nosotros, aunque sea para transmitir la más prescindible de las trivialidades o la más engorrosa de sus exigencias.

La pantallita es ubicua, como Dios. La ves en las calles, llevando de la mano a zombis que le hablan, gesticulan, cruzan la calzada con los ojos sumergidos en un mundo de píxeles sin pensar que por el mismo lecho de asfalto corren otros zombis en vehículos nada virtuales. La ves en los bares y restaurantes mesmerizando a tres, cuatro, cinco zombis que ni siquiera recuerdan que están sentados a la misma mesa y que hasta podrían llegar a compartir —si se percatasen los unos de los otros— esa cosa ancestral que se llamaba conversación... con-versatio, sí, “con-cambio”, “inter-cambio”, ¿intercambio de qué?: de palabras, de ideas... esas cosas tan añejas como las tablillas cuneiformes de Ugarit. La ves en el parlamento, donde ni siquiera es necesaria para descabezar a sus fechorías porque ni el endémico adminículo puede arrebatarle a alguien lo que nunca tuvo. La ves en plazas y jardines, donde zombis de uno y otro sexo con las posaderas desparramadas en bancos de piedra o de madera deslizan el dedo sobre ella compulsivamente, descartando ventana tras ventana en busca de un contenido que les proporcione cualquier alegría vicaria, pasajera, ... o les transmita una señal de la Providencia.

Y, por supuesto, la ves en las aulas universitarias, donde jóvenes que han acudido allí libremente, sin que nadie les ponga la pistola en el pecho, en lugar de absorber el conocimiento que se les imparte desde la tribuna se dejan absorber por la perruna pantallita descerebralizante. ¿Cómo extrañarse, pues, de que un alumno de tercero de Económicas no sepa qué significa cómputo?, ¿de que otro le pregunte al profesor “qué quieres decir con eso de incorporar"?, ¿de que un estudiante de balística forense confunda proyectil con misil?, ¿de que otro de grafística tenga dudas acerca del esotérico término documento?, ¿de que una clase entera ponga cara de bonobo irresoluto al oír el nombre Shakespeare, extrañísimo sí, por cierto, y con una fonética casi swahili?, ¿o que piense que César y Napoleón son contemporáneos?, ¿o que nadie sea capaz de citar una sola obra literaria o cinematográfica anterior al año en que hubieran hecho la primera comunión... si eso todavía se estilase? ¿Cómo extrañarse de que, si se te ocurre usar la expresión navaja de Occam (¡burro, ¿por qué te lías?!), tengas que pasarte media clase explicando que no es de las prohibidas por la Guardia Civil y que el franciscano con apellido de pato no merodea por el Rabal?

Zombies rule! Y la zombificación de todo el resto avanza con paso irrefrenable, irrefutable y seguro. Apenas puedes hablar con una persona “normal” sin que la pantallita, celosa, lo reclame media docena de veces con media docena de soniditos distintos. Y, si quieres parlotear con alguien nacido en este siglo (que por definición no son “normales”, al menos desde la perspectiva del siglo anterior), tengas que repescarlo una y otra vez —casi violentamente— de la poza virtual hacia la que su inercia natural lo hace gravitar, como si no pudiese respirar realmente la atmósfera ambiente.

Pero a falta de inteligencia natural, ChatGPT o cualquiera de sus congéneres y sucedáneos. Porque los zombis —quizá a causa de un viejo hábito, u obstinación kármica, o de un gen no desactivado— quieren dar, todavía, imagen de seres pensantes. Aunque sean otros los que piensen por ellos. Aunque todo pensamiento sea una tirada de bits.