Tantra

Las Tres Kalis: 3. Si no Puedo Persuadir al Cielo...

Diez años después de mi primer viaje a Asia, mis coqueteos con el budismo habían terminado... al menos temporalmente. Por otra parte, todos mis esfuerzos para llegar a una síntesis práctica entre misticismo y sensualidad habían quedado en nada. La teoría, por supuesto, era otra cosa: la mente es capaz de construir templos y palacios y pirámides conceptuales con los materiales más diversos y discordantes. Puede ignorar incluso, si sabe y si quiere, el desgarramiento de la naturaleza biológica, de la vitalidad, cuando ambiciones incompatibles, como caballos atados cada uno a un miembro distinto del cuerpo condenado, tiran en direcciones opuestas tratando de romperlo.

La compulsión sexo-afectiva me resultaba indomable por aquel entonces, y la vergüenza y el asco por acabar rindiéndome a los impulsos de la “baja” naturaleza eran igualmente inexorables. La intemperancia me llevaba a un gozo promiscuo; el placer, al arrepentimiento... Y éste al castigo. En aquella época yo llevaba colgada del cuello una cadena de plata maciza con la estrella de David, símbolo en mi imaginario personal de la unión de los opuestos. Y así es como “unía” yo sexo y espiritualidad: golpeándome fuerte la espalda con la estrella y la cadena después de cada acto sexual solitario, binario o colectivo hasta notar la caricia purificadora de numerosos regueros de sangre descendiendo desde las heridas por el tronco macerado.

Quizá sea cierto, como piensan algunos, que en la raíz de este comportamiento había un residuo indigesto de majadera moralidad católica. Lo que yo sentía contra mí mismo, sin embargo, era la rabia del que, viendo con claridad el camino al ideal, no tiene el suficiente coraje para recorrer inflexible la vía directa hasta él. Y esta escisión aparentemente insalvable de mi naturaleza, unida a las recurrentes erupciones de toda la escoria acumulada en mi espíritu durante la niñez y la adolescencia, me sumió a principios del 86 en otra de mis crisis, que tomó la forma de un auténtico repertorio de pánicos: sañuda hipocondria, pavor a la disolución de la consciencia en el sueño, miedo al avión, a los viajes, a la interacción con otros seres humanos (caso de que yo lo fuera, de lo que tenía serias dudas...)

Como primogénito de una familia aberrante, adinerada y con ínfulas de casta, yo cargaba con tanta basura anímica no reciclada que mi psique era, en buena parte, un muladar. Patología familiar y dinero constituyen una pésima combinación: la riqueza invita a tomarse la patología reinante como una benévola o atrevida extravagancia y, por otra parte, las arcas rebosantes hacen que uno pueda permitirse cualquiera de los retorcidos impulsos desatados por la malsana condición. Salir del engranaje en el que te eslabona la “educación” derivada de este estado de cosas no es fácil. Hace falta toda una vida y, a veces, ni siquiera una entera es suficiente.

Así que a principios del 86 yo estaba sumido de nuevo (ya se observe este “de nuevo” desde la perspectiva del pasado o del futuro de aquel año inclemente) en lamentos, angustias y desesperaciones, mientras mi disciplina de entreno, estudio y meditación funcionaba en modo automático, por la inercia de mi teutónica voluntad pero sin un propósito lúcido y definido, sin el gozo de la pura experiencia que viene con el hecho de saber que estás haciendo lo que debe hacerse.

Mi meditación no daba frutos aparte de una calma terapéutica ocasional que era, todo lo más, una adecuada introducción al sueño. Por otra parte, a la contradicción entre sexo y espíritu había venido a añadirse otra, más grave incluso desde el punto de vista médico: el abuso de válium y alcohol junto a un entreno muy exigente de pesas, carrera y artes marciales. Una mezcla explosiva que ponía constantemente mi fisiología al borde del colapso...

Una astróloga y un quiromántico, a los que conocí por entonces durante ese tipo de búsqueda de respuestas desesperadas en los lugares más estrambóticos a la que invitan los estados anímicos demenciales, coincidieron en decirme que yo era “carne de droga”. Y estoy seguro de que, en ausencia del metabolismo que tengo, genéticamente curtido por varias generaciones de alcohólicos del lado paterno y porque en el útero de mi madre se flotaba en licores euforizantes en lugar de líquido amniótico, habría acabado como mi mejor amigo de la adolescencia —la persona con mayor talento natural que he conocido nunca— viviendo en la calle o internado en un psiquiátrico. La cosa era que, si no podía persuadir al Cielo de darme una señal, una dirección (flectere si nequeo superos), estaba dispuesto a conmover a los Infiernos (acheronta movebo).
 

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