Tantra
Desde mi encuentro con el misterioso Mr. Phylar en Delhi en 1987, mi atracción por Kali, esa deidad oscura con el resplandor de diez mil millones de soles, no ha cesado. Su apariencia violenta y terrífica nos recuerda lo pequeños que somos, lo limitado, condicionado y distorsionado de nuestra visión, que percibe un demonio sanguinario allí donde se manifiesta la mano rauda, educadora y transformadora de la Madre Suprema.

Con mi comienzo del Kundalini Yoga a los 18 años empecé a devorar los libros sagrados de la tradición India —el Rig Veda, el Bhagavad Gita, los Upanishads...— que, por aquella época, estaban llegando a España con cuentagotas en traducciones mejicanas y argentinas. La insatisfacción de leer estos textos en versiones de segunda o tercera mano me llevó al estudio del sánscrito a los 19 años, animado por un exmonje de Montserrat que por entonces se hallaba realizando un doctorado en indología en la Universidad de Lancaster.
Mis estudios de sánscrito no me proyectaron todo lo lejos que yo deseaba, sin embargo. A pesar del estímulo adicional que supuso recibir clases durante el verano del 78 en Sri Lanka nada menos que del prior del templo de Jethawanaramaya en Colombo, un joven monje budista theravada de incisivo intelecto, no llegué a avanzar mucho en la lectura de textos complejos. Me hice, sí, con un capital terminológico de cerca de 5.000 voces y un buen conocimiento de la gramática, pero no superé nunca por completo la dificultad de decodificar la enorme variedad morfemática de las declinaciones del sánscrito, que en la frase escrita mutan en formulaciones alternativas a causa de las numerosas y complicadas reglas sandhi del devanagari.
No abandoné ni el hinduismo, ni el Tantra, ni el sánscrito, ni el yoga, ni la meditación, pero los cinco años de filología en el departamento de lenguas semíticas noroccidentales, sacaron de mí una personalidad más cerebral, más arrogantemente racionalista, y mucho menos mistérica.
En el 86, con mi primera visita a la India, la pequeña torre de marfil intelectual que me había construido se vino abajo y mi vena espiritual volvió a ocupar el centro de mis intereses. Fue una visita corta, de quince días, con amigos sikhs norteamericanos discípulos del inefable Bhajan, por el área de Delhi, las estribaciones bajas del Himalaya y Cachemira.
Pero un año después volví para recorrer estos mismos parajes con más detenimiento y fue entonces cuando, un poco de rebote, conocí a Mr. Phylar, un astrólogo que tenía cosas que decirme sobre el porvenir y que, a varios años de distancia, su margen de error fue pequeño comparado con el de un meteorólogo que predijera el tiempo a quince días vista.
Pero lo interesante de esta visita no fueron los augurios, sino que el peculiar hombrecillo vio de pronto en mí a un adepto de Kali, figura por la que yo había empezado a sentir un raro embrujo meses atrás. Interrumpió sus cálculos planetarios, me llevó a su habitación de culto en la parte trasera de la casa —cosa insólita en un indio al que acabas de conocer—, me hizo beber un vaso de ginebra delante de la representación de la diosa, me susurró al oído su mantra de 22 sílabas y en los días posteriores me llevó a meditar a un campo crematorio en las afueras de Delhi, tras conminarme a leer todos los libros de Arthur Avalon, a quien consideraba su guía espiritual.
Cuadros de la India: tras mi experiencia en Delhi con el extravagante astrólogo, comulgo con el dios doliente de Haridward y con el dios-plenitud del Himalaya. Al dios doliente lo veo encarnado en los leprosos y mendigos y toda clase de seres mutilados que pueblan y pululan y pustulan este lugar sacrosanto de los hindúes algo más abajo de Rishikesh; en los monkey-beggars, que piden limosna con gesto simio, devotos a su paupérrima manera del dios mono Hanuman; en los restos de cadáveres que arrastra el Ganges a través de su piscina sagrada desde el campo crematorio apenas un kilómetro más arriba; y en aquel lisiado al sol, acostado sobre el tórrido pavimento bocabajo, sus miembros enanos extendidos y su joroba piramidal como aplastante parodia de su humanidad.
Pero también habita ahí el dios-plenitud: medito en el monte sobre el que se alza el templo tibetano del Happy Valley junto a Mussooree, a miles de metros sobre el llano atravesado por los afluentes del Ganges, que un poco más al sur se encontrarán con el gran río. De pronto, las nubes pasan por debajo de mí, tapando el llano. Abro los ojos y me veo de repente encima de ellas, como si por virtud de mis meditaciones hubiese alcanzado un cielo brahmánico. La sorpresa me hace inspirar tanto aire y tan potente que siento como si el mundo entero penetrase en mi cuerpo poroso. Las montañas me tienen en sus brazos.
Creer en Dios, en estas alturas, no es un acto de fe, sino pura percepción sensorial.
Desde mi encuentro con Mr. Phylar mi atracción por Kali, esa deidad “oscura con el resplandor de diez mil millones de soles”, no ha cesado. Su apariencia violenta y terrífica nos recuerda lo pequeños que somos, lo limitado, condicionado y distorsionado de nuestra visión, que percibe un demonio sanguinario allí donde se manifiesta la mano rauda, educadora y transformadora de la Madre Suprema.
Volví a la India en el 89, pero esta vez viajé a tierras del sur, al ashram de Sri Aurobindo en Pondicherry, a fin de familiarizarme con su yoga y su filosofía, que no dejan de tener cimientos tántricos. Tuve el privilegio de conocer a Nirodbaran, el médico personal del extinto maestro, y de establecer una buena amistad con Amal Kiran, su amanuense.
Visité también el ashram de Ramana Maharshi en Tiruvannamalai. Allí, meditando en el templo dedicado a Shiva después de subir y retornar del Arunachala, tuve una extraordinaria experiencia de plenitud, mientras varios piadosos occidentales y orientales realizaban su pradakshina o circunvalación alrededor de la capilla central y los brahmanes niños cantaban himnos védicos con voces hermafroditas.

Retorné a Pondicherry en el 90 y a la vuelta me retiré tres meses a un lugar solitario donde tuve experiencias de las que sólo me atrevo a hablar oblicuamente en mis libros de ficción a fin de que no se cuestione demasiado mi cordura... sea la que sea la que me quede a día de hoy.
Viajé de nuevo a Pondicherry en el 92. Finalmente en el 96 pasé allí cuatro meses, entre Pondy y Auroville, dando clases de español en el instituto del ashram con mi buena amiga Lata y colaborando con algunas publicaciones locales. Auroville resultó una decepción absoluta, poco más que una planta de reciclaje para inadaptados con ínfulas mesiánicas y un vivero de egos espirituales con toda esa arrogancia y fanático convencimiento característicos de los que se han encaramado a la plataforma moral más alta de todo el universo.
Un año después, vi uno de mis artículos (por el que hoy tengo muy poca estima) incluido en el libro Sri Aurobindo and the New Age. Essays in Memory of Kishor Gandhi, dedicado al recuerdo de un destacado discípulo de Ghose por un grupo de respetables intelectuales indios.
Cuadros de la India: bajo la estatua de Ghandi, un bronce masivo y espantoso de tres y pico metros de altura en el centro de una plazoleta semicircular que se asoma sobre la playa, en medio del paseo marítimo, la banda musical de la policía entona fanfarrias de temas antiguos, piezas de los sesenta y setenta que estuvieron de moda y que ahora tocan sólo orquestas de pueblo. Vestidos con sus uniformes caqui, con sus altos quepis rojos, con sus marciales bigotes preteridos; vestidos de una extraña solemnidad, como si en lugar de viejas y estridentes canciones de “Bonie M” entonasen el himno nacional; rodeados de indios e indias igualmente ceremoniosos, parecen recién llegados del otro extremo del túnel del tiempo. Paso junto a ellos, rodeo la plaza mirando los rostros de la gente, camino costándome casi no hacerlo llevado por el ritmo pegadizo de la fanfarria... Una sonrisa pujante encarcelada entre mis labios.

Cuadros de la India: amanece sobre el mar en Pondicherry. Los rayos del nuevo sol, rabiosamente anaranjado en el horizonte febril, arrasan horizontales el paseo marítimo. En la plazoleta a los pies del broncíneo Ghandi, una mujer, de perfil a mí y apoyada en el antepecho sobre la playa, viste un sari rosa. Contra el resplandor que la atraviesa, parece desnuda entre volutas de gasas pálidas. Hay como una neblina en la atmósfera y ella parece surgida del aire denso para despertar los mortales a la belleza con su cuerpo de diosa.
Los años que siguieron a mi retorno a España a finales del 96 fueron de creciente estudio y numerosas publicaciones. Mi trabajo intelectual pasó de la novela épica a la traducción de clásicos ingleses, la crítica literaria, la crítica cinematográfica, la poesía, la historia, la medicina holística, la criminalística, la balística general, la balística forense, los kanjis japoneses, el caso JFK... Bien podía decir con los renacentistas aquello de nihil humanum mihi alienum (“nada humano carece de interés para mí”), una dispersión de intereses observada con justificada desconfianza por una sociedad que pone el énfasis en la especialización extrema. Por otra parte, este exceso de cerebralismo tuvo su precio: un aislamiento creciente, una rutina cada vez más estricta y espartana, y una gestión de los afectos más y más deficiente hasta acabar encapsulándolos en alguna parte del preconsciente para que no interfieran con mi actividad primaria.
Esta nueva torre de marfil cerebral se vino abajo a mediados del 22 cuando todo lo afectivo reventó su cápsula, reclamó el lugar que creía merecer en mi persona y, ante mi incapacidad de gestión, hizo estragos en todo el ser expandiendo aquí y allá su temible anarquía. Una conocida me sugirió la terapia tántrica por entonces y, superando mi desconfianza a todas esas importaciones occidentales recientes de la tradición espiritual asiática, me puse en manos de una especialista que resultó ser una aceptable terapeuta, pero en última instancia un personaje peligroso y manipulador bajo el espejismo de su espiritualidad cosmética.
Pasado un año y medio, sin embargo, llegada la hora de explorar nuevos senderos, fui a parar al centro de Claudia Ashaya, encontrando en ella a una terapeuta honesta, tierna y sabia, entregada a su trabajo y con verdadera voluntad de sanar a quienes se ponen en sus manos. Nada más ajeno a Claudia que el talante truculento, estafador y pretencioso de muchos presuntos maestrillos y maestrillas tántricas llegados a nuestro país desde las áreas más exóticas del este y el oeste.
Claudia, está claro, cobra —de un modo muy razonable, por cierto— su trabajo. Pero lo que ella invierte de sí misma en las sesiones, su capacidad para escuchar, sus sabios consejos, su ternura y creatividad es algo que no tiene precio, que no es posible cuantificar porque, sencillamente, no existe un valor monetario que lo describa o lo traduzca. Hay muy pocas cosas en el mundo que no puedan comprarse con dinero: ésta es una de ellas.
La magia de Claudia consiste en transportarte por paisajes luminosos de energías y emociones que ni siquiera sabías que existían en tu interior. Veo a Claudia como una silenciosa heroína que, por el mero hecho de estar en tu vida escuchándote, sin alardes ni aspavientos, genera un sustrato fértil para tu propio desarrollo humano.
Mi conocimiento del hinduismo y del Tantra es más empírico que erudito, aunque no he desdeñado en absoluto la aproximación intelectual a ellos. De los cientos de notas personales, diarios y apuntes, destilé recientemente mi libro Hinduismo y Tantra, que recoge los principios fundamentales de estos dos caminos complementarios según yo los he vivido. Quisiera componer en el futuro una obra mucho más erudita, como merecen estos temas, pero el tiempo lo dirá.
El hinduismo me ha dado un sendero extraordinario a lo largo de mi vida. Me gustaría poder decir que siempre lo he seguido con inteligencia e inmarcesible fidelidad, pero mentiría al hacerlo. Del Tantra, por otra parte, el mayor beneficio obtenido es un cuerpo que pasados los 60 sigue siendo tan absolutamente funcional como a los 20, 30, 40 y 50, con la diferencia de que a nivel deportivo entreno con más intensidad, variedad, consciencia y capacidad de recuperación que en las pasadas décadas.