El mar
Navegar, ya sea a vela o a motor, no es sólo un gran placer: es también una increíble lección existencial. Todos esos factores que en la vida cotidiana se ignoran a menos que adquieran forma superlativa —los vientos, los puntos cardinales, la forma de las nubes, la índole climática a una, dos, tres... horas vista— se vuelven realidades indelebles cuando te deslizas por un “suelo” movedizo, metamórfico, con temperamento...

Cuando el navegante quiere trazar en la carta náutica el derrotero a seguir hasta un punto lejano, debe “pulir” el rumbo que le marca el compás de su nave —llamado rumbo de aguja— de los factores que, por así decirlo, lo enturbian: por un lado, la declinación magnética, esto es, la desviación del polo magnético respecto del polo geográfico; y por el otro, el desvío, que es una forma muy sucinta de referirse a todos aquellos materiales del barco con carga electromagnética que tergiversan el oficio del compás. Una vez cuantificadas y factorizadas las distorsiones, el navegante puede trazar en su carta la derrota que responde a la platónica denominación de Rumbo Verdadero.
Hay en todo esto, entiendo yo, una metáfora del tránsito del ser humano por la vida. De un modo u otro, de una forma más o menos consciente, todos nos fijamos una meta existencial. Para unos es el dinero, para otros el poder, el placer, el éxito social, el reconocimiento, la celebridad, el amor sublime, la reproducción, el triunfo deportivo, la perfección espiritual, la evolución integral... No soy yo quién para juzgar la legitimidad o el valor de ninguna de ellas. Todo dependerá de los términos en que uno entienda el universo que habita. Pero, en última instancia, la línea que conduce desde el punto de partida a ese objetivo substancial, esto es, la línea trazada por la directiva primaria de nuestra programación personal, sea la que sea, responde a algo así como nuestro Rumbo Verdadero.
¡Si la vida fuese tan simple como para poder seguirla sin desviarse de ella...!
Pero además de nuestra directiva primaria todos declinamos magnéticamente a uno u otro lado: impulsos, deseos, tendencias irreprimibles, autoengaños, fascinaciones, espejismos de toda índole... nos apartan una y otra vez del Rumbo Verdadero. Añade a todo esto el desvío generado por nuestra deficiente constitución, en la que el cóctel de ignorancia, soberbia y terquedad que sufrimos todos provoca una miopía portentosa rayana en la ceguera; la deriva a la que nos someten las corrientes del tiempo; el apartamiento al que nos llevan los vientos económicos, políticos, metafísicos u hormonales; la agitación cotidiana y las súbitas tempestades... y comprenderás que tengamos que estar continuamente dando golpes de timón más o menos bruscos para volver de nuestro rumbo de superficie al Verdadero.

Navegar, ya sea a vela o a motor, no es sólo un gran placer: es también una increíble lección existencial. Todos esos factores que en la vida cotidiana se ignoran a menos que adquieran forma superlativa —los vientos, los puntos cardinales, la forma de las nubes, la índole climática a una, dos, tres... horas vista— se vuelven realidades indelebles cuando te deslizas por un “suelo” movedizo, metamórfico, con temperamento, propio de un cosmos líquido y subyacente que, si bien es nuestra ancestral incubadora biogenética, se ha vuelto tan hostil a nuestra forma de vida presente como nosotros a él.
Navegar es una cuestión de pericia, cálculo, responsabilidad y respeto. Ahí fuera, a tan sólo unas pocas millas de la costa, uno es consciente de fluir en medio del torrente circulatorio de Gaia. Y en lo que a mí respecta, nunca como en esos momentos tengo la absoluta sensación de ser un minúsculo organismo parasitario paseándome por el cuerpo de un Titán que apenas me percibe y, mucho menos, me reconoce.
Mi relación con el mar es biográficamente reciente, pero genéticamente antigua. Aparte de mis coqueteos con la pesca submarina en la adolescencia —cuando podías comprarte un arpón en cualquier tienda playera regalándote una lubina para la cena sin necesidad de permisos extraordinarios— y de disfrutar de la motora de mis padres, el Ícaro, en los años 80, no puedo decir que se hayan despertado verdaderamente en mí pasiones náuticas hasta el 2024.
Pero genéticamente hablando, la historia es distinta. Mi bisabuelo fue el alférez de navío del submarino de Isaac Peral en 1889. Forma parte del relato familiar el hecho de que el enviado especial de la reina regente a esas pruebas militares subacuáticas murió en la nave de un ataque al corazón, incapaz de sobreponerse a la experiencia de claustrofobia en aquel pequeño pero audaz cacharro que por primera vez hacía uso de la energía eléctrica para su funcionamiento y del que un almirante americano dijo que con sólo una de estas naves en nuestra flota no habría podido sostener el bloqueo e invasión de Cuba. Nave ausente porque el ministro de turno canceló el proyecto submarino por celos, incompetencia o ideología. Nuestro país no tiene remedio... nunca lo tuvo...
Mi bisabuelo llegó a almirante y fue durante un tiempo Capitán General de Cádiz. Finalmente, se retiró de la Armada en Barcelona para pasar sus últimos años alojado en el hotel Oriente, Ramblas abajo, no lejos del puerto ni de Comandancia de Marina... “el hotel de toreros y estrellas de Hollywood”, como lo tituló no hace mucho un artículo de la Vanguardia. Yo no conocí al buen almirante. Falleció treinta años antes de que yo naciera. Pero quiero pensar que cerca de un siglo después de su desaparición la semilla de su pasión y su intrepidez ha germinado en mí de algún modo... que en mi sangre llevo también su sal.
Disfrutar de la superficie del mar es una cosa —y eso lo hago gracias a las inestimables oportunidades y facilidades que me me brinda Dani, de Barcos Sitges, en el puerto de Aiguadolç, así como a la paciente y sabia instrucción de mis inestimables Sara y José Luis—, pero atreverse a las profundidades marinas es historia bien distinta...
Bucear es quizá la forma más parecida a nuestro alcance de visitar otro planeta sin dejar la Tierra. Por modestos que sean los fondos marinos cuando son algo más que arena y agua turbia, constituyen paisajes fascinantes, efervescentes de vida. Te desplazas por ellos como si volases, sin otro ruido que el de la respiración en tu regulador (a modo de Darth Vader) y el burbujeo del aire exhalado. El arte de la flotabilidad —del control de todos esos parámetros que impiden que asciendas como una boya o te hundas como el plomo— te transporta, ingrávido, por un universo en el que eres un invitado de excepción y del que se exige excepcional cortesía.
Visitas, en ocasiones, barcos hundidos que son ruinas humanas convertidas en histórica melancolía; piezas soberbias, a su propio modo, en el cementerio-museo de los fondos marinos, donde el tiempo es líquido y tiene el sabor y pungencia de la sal...
Una inhalación profunda puede bastar para que —convertidos tus pulmones en flotadores— sobrevueles un risco. Soltar el aire te hace descender de nuevo. El efecto de la presión en el aire del chaleco, los pulmones, las botellas, el traje seco... es acumulativo: lo dicho, la flotabilidad es un arte y un magisterio. Tantas cosas pueden ir mal allá bajo que uno se sorprende de emerger incólume de sus submarinas exploraciones.
En última instancia, buenos y pacientes monitores es todo lo que necesitas.