Caballos

Monto desde que tengo memoria. Uno de mis primeros recuerdos es salir despedido por la grupa de un caballo dando volteretas en el aire. El caballo se llamaba Capitán y era un pinto que normalmente usaba mi padre. Aquella mañana, sin embargo, Manolo, el profesor de equitación, lo había seleccionado de modo excepcional para darme clase... y la clase empezaba con una sesión de gimnasia sobre la montura del animal. 

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Monto desde que tengo memoria. Uno de mis primeros recuerdos es salir despedido por la grupa de un caballo dando volteretas en el aire. El caballo se llamaba Capitán y era un pinto que normalmente usaba mi padre. Aquella mañana, sin embargo, Manolo, el profesor de equitación en el hotel Mas Badó, donde íbamos un par de semanas cada verano para tomar las aguas sulfatadas de Tona, lo había seleccionado de modo excepcional para darme clase... y la clase empezaba con una sesión de gimnasia sobre la montura del animal. 

Con mis tres o cuatro años, yo no tendría más tamaño que el de un pequeño chimpancé. Estaba haciendo la vertical sobre el lomo de Capitán mientras Manolo me sostenía los tobillos, cuando el caballo se asustó y se lanzó al galope. Recuerdo como si fuera ayer la fascinación por aquel rápido cambio de perspectiva de las cosas —el mundo arriba, el mundo abajo, el mundo a un lado, al otro...— mientras yo caía al suelo girando en lo alto como un balón de rugby. Recuerdo que me hice una herida redonda, amplia y profunda en la muñeca izquierda a través de la cual se veía el hueso. Y recuerdo que, mientras me curaban en el baño de la habitación, yo les decía a mis “enfermeras” que la herida parecía un reloj... la esfera de un reloj de pulsera.

No cogí miedo a los caballos, pero no quise volver a montar a Capitán. Seguí con mi Cuco, un bruto castaño más alto pero menos asustadizo que el otro. Cuco lo compró mi padre aquel otoño, estación en la que Manolo vendía sus animales y no los reponía hasta el verano siguiente, cuando podía volver a sacarles partido del turismo nacional en toda el área de Tona. 

Montado sobre Cuco y vestido de Cabo Rusty, el protagonista de la serie infantil de moda por entonces en TVE, Rin Tin Tin, cabalgué en los Carnavales de Mataró detrás de una carroza que transportaba a las hijas de un empleado de mi padre disfrazadas de indias, sentadas alrededor de una hoguera de cartón piedra delante de un tipi. Como si fuéramos muñecos para su pueril entretenimiento, los mayores nos hicieron “fumar” la pipa de la paz en la carreta piel roja y nos masacraron a fotografías. Conservo un par de aquel día que tengo tan bien grabado en la memoria:

Y aquí está la del Cabo Rusty televisivo interpretado por Lee Aaker, que abultaría el doble que yo en aquella época:

rintintin

Después de la caída desde Capitán mi madre y mis abuelos maternos se empeñaron en que no montara durante unos días. A diferencia de mi padre, que quería en casa niños-soldado, aquéllos querían niños completos... esto es, ni lisiados ni mutilados. Querían niños bien peinaditos, bien perfumaditos y bien vestiditos que fueran la admiración de próximos y extraños. El exilio de las cuadras debió de resultarme insoportable porque (y éste no es un recuerdo mío, sino de mis mayores) poco después me descubrieron intentando ponerle una montura a Edú, el dogo de mi padre, un perro enorme del color de los dálmatas que se dejaba hacer de todo por el pequeño monstruo.

Durante toda mi infancia y adolescencia, la grupa de un caballo fue mi hogar... el único sitio donde yo me sentía yo y estaba en paz conmigo mismo. El único momento de incuestionable felicidad, sólo empañada por la fugacidad con la que pasaba la hora de clase o de excursión. El caballo me transportaba en el tiempo a un pasado heroico, lejos de la cutre modernidad, en el que la osadía era un imperativo existencial y te hacía independiente. El caballo era la libertad así como mi casa y el colegio eran dos patios de la misma prisión.

Eso sí, aprendí de los peores: de militares que enseñaban a fustazos y de los patrones de picadero en las zonas de veraneo, que invariablemente se llamaban Manolo y eran gitanos. Tanto para unos como para otros, el caballo era una criatura a la que sobre todo había que doblegar... fuera como fuese. Era aquella época en que lo primero que aprendías —sobre todo siendo varón— era a someter tus instintos, tus debilidades, tu comportamiento natural de niño y hasta tus lágrimas. Y mirado retrospectivamente, el caballo venía a ser entre tus piernas como la encarnación de aquellos instintos. Paradójicamente, cabalgar era al mismo tiempo dominarlos y darles rienda suelta, sobre todo cuando empeñado en imponer tu voluntad al cuadrúpedo hacías todo lo que no se debe hacer: subir y bajar al galope caminos angostos y pedregosos de montaña, saltar de caballo a caballo al galope tendido, encabritarlo sin otro objeto que presumir... o galopar entre coches con un animal llamado Dinamita por la Diagonal de Barcelona (entonces Avenida del Generalísimo Franco), en un tiempo en que todo lo que recibías de la Guardia Urbana eran miradas de perplejidad.

Entre los veinticinco años y hace unas escasas temporadas, monté sólo esporádicamente, en parte porque no se presentó la ocasión y en parte porque temí qué podía ocurrir si se presentaba, qué nuevo enganche tendría con aquel viejo amor. Pero en el 2016 asistí a un curso de tecnificación de tiro con arco que se celebraba en la finca de Can Vivet, junto a Centelles, y la tentación fue irresistible. Un año después me inicié allí en el tiro con arco a caballo, en el único campo homologado para este deporte que a día de hoy existe en España. Empecé a practicar con un alazán árabe, Kafú, con el que nunca llegué a entenderme del todo.

kafu

Y no disfruté de verdad hasta que me asignaron a Riesgo, un hannoveriano alto y tranquilo con un galope corto ideal para disparar flechas.

Pero Riesgo era mayor y murió de un cólico pocos meses después, así que pasé a Triana, una yegua española gordita pero briosa que, comparada con el anterior, parecía llevar siempre el turbo puesto, de modo que las dianas pasaban a velocidad de vértigo sin que me diese tiempo a dispararles a todas. Era desesperante... 

riesgo
riesgo
triana
triana
triana

Probé un tipo de silla tras otro para conseguir mejor suspensión, pero el problema no estaba en la montura, sino en mi lentitud como arquero para desenfundar la flecha, encajarla en la cuerda, tensar el arco y soltar... todo ello no como con el arco convencional, disponiendo de todo el tiempo del mundo para preparar el tiro y efectuarlo, sino en equilibrio sobre un caballo al galope.

En tiro táctico tenemos el dicho “Slow is smooth and smooth is fast” (que no es sino una paráfrasis del festina lente o "apresúrate despacio" al que era tan adicto el emperador Augusto), pero yo estaba haciendo todo lo contrario en este arte marcial: pretendía que todas las variables —velocidad del caballo, de la flecha, del viento, potencia del arco, amplitud de apertura...— se computasen en mi cabeza mientras mis brazos efectuaban la rutina del tiro y el resultado era que cuerpo, cabeza y caballo iban cada uno por su lado.

En el 2021 empecé clases con la que a día de hoy sigue siendo mi instructora, Anna Vivet. Anna tenía entonces quince años, la cuarta parte de mi edad: es decir, que cuando yo salí disparado por la grupa de Capitán, Anna estaba todavía a unos 45 años de distancia del planeta Tierra. Pero en sus pocos años Anna —amazona, arquera, poetisa... y todo lo que se proponga en la vida— había aprendido de caballos lo que yo no llegaré nunca a saber... y con ella descubrí la belleza de ser aprendiz.

mi mundo caballos
mi mundo caballos

Su destreza y elegancia como jinete, sus dotes de arquera y su capacidad para radiografiar qué es lo que falla en la técnica del discípulo o en su simbiosis con el caballo, hacen de Anna una coach de primer orden. Ahora sí aprendería yo de los mejores.

Bajo su dirección Triana y yo llegamos a empatizar tanto que por poco acabamos como pareja (miscegenética) de hecho.

Las cosas iban tan bien con la yegua que Anna pensó que me había llegado el momento de seguir evolucionando con caballo propio. Después de un par de intentos fallidos tropezamos con Balder, un híbrido de pura raza española y purasangre, relativamente alto, de capa negra que se aclara en verano hasta un castaño rojizo y se oscurece mucho cuantas menos horas lo bañan de sol.

Balder es un caballo cariñoso, pero con temperamento. Llegó en estado bruto, como quien dice, con pocas habilidades y mucha impetuosidad. No es asustadizo y se cuela enseguida por espacios que otros caballos observan recalcitrantes o indecisos. El ruido de las flechas, que inquieta a muchos equinos, a él no lo ha perturbado nunca.

Hoy por hoy, sin embargo, Balder sigue sin ser el caballo ideal para el tiro con arco. Es demasiado rápido pero, a diferencia de Triana, tiene un galope irregularmente acelerado, lo que hace muy difícil el equilibrio en suspensión, el cálculo de las variables del disparo y, sobre todo, confiar en que el animal no se coma la pista entera antes de tener tiempo de recuperar las riendas y frenarlo.

mi mundo caballos
mi mundo caballos
mi mundo caballos
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Estas dificultades hicieron aconsejable la doma para que Balder se sintiese cómodo y relajado en las transiciones, para entrenarlo en un galope ordenado y recogido, y para que no interpretase el acto de soltar las riendas e incorporarse sobre los estribos como “ancha es Castilla... y yo soy el corcel del urgente castellano”.

Pero la doma se ha convertido para mí no sólo en un medio, sino también en una disciplina de interés por sí misma. En alguna ocasión he oído a alguna “amante de lo natural” rechazar la doma porque obliga al caballo a moverse de un modo poco espontáneo y artificioso. ¿Y...? No he conocido a ningún ser humano que nazca sabiendo claqué, kung fu o trasplantar un corazón. Los movimientos requeridos en cada una de estas artes no son “naturales”, sino aprendidos, son extensiones de las posibilidades humanas logradas a costa de mucho esfuerzo, práctica y dedicación. La doma hace al caballo flexible, fuerte y coordinado. No le obliga a nada que esté más allá de sus posibilidades motrices, pero amplía notablemente el abanico de sus habilidades. En última instancia, lo hace más consciente de su propio físico.

En el tiro con arco, caballo y jinete han de estar sincronizados, por supuesto. Pero cuando el segundo suelta las riendas, tiene que poder olvidarse del animal para dedicarse sólo a sus flechas. La doma, por el contrario, es un camino de confianza e intimidad crecientes entre quien monta y su montura de manera que cada uno se torne más y más receptivo a los requerimientos del otro. Es en esta disciplina donde se alcanza la más estrecha simbiosis. 

Es ésta la que, sin duda, produce el Centauro.

mi mundo caballos
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Y puestos a transitar las disciplinas hípicas, ¿por qué no el salto? Esto es algo que probé no hace mucho con Eolo, un pony tordo que parecía disfrutar de vencer el listón a crecientes alturas... hasta que se cansó del esfuerzo, esperó a que me incorporase sobre los estribos y frenó en seco. Por supuesto, salí disparado por encima de las orejas del maldito bicho y, con una voltereta, caí en la arena riéndome de su argucia. Eolo no ha estudiado física newtoniana (que yo sepa), pero calculó a la perfección nuestro momento lineal versus mi peso y mi grado de adherencia a la silla para librarse de las exigencias de su insufrible jinete.

Mi historia en esta página empieza con una caída por la grupa de Capitán y acaba con una caída por las orejas de Eolo. Entre ellas ha habido caídas con caballo y desde el caballo, coces, mordiscos, sustos de todo tipo y dos golpes de la quijada de Balder en mi cabeza que me dejaron inconsciente por un momento y otro instante preguntándome quién era yo y dónde estaba. 

Con todo ello, la experiencia ha valido y sigue valiendo la pena.

mi mundo caballos
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