Bodybuilding

No me gusta demasiado el término culturismo como nombre del deporte que consiste en muscular —y a través de la musculación, modelar— el cuerpo a partir del trabajo con pesas. Bodybuilding es una palabra más fiel a lo que uno busca con esta disciplina: construirse un cuerpo; proporcionar al propio físico una forma que sea el resultado del esfuerzo, la voluntad, el diseño; progresar en fuerza, resistencia y consciencia tisular.

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Y no estoy hablando aquí, por supuesto, ni del lado exhibicionista ni del competidor del bodybuilding, sino de la ascesis diaria en el gimnasio que implican esos objetivos. En ocasiones, cuando miras atrás, partes de tu camino se te antojan predestinadas. Es lo que me ocurre a mí al pensar cómo llegué yo a este deporte... Pues llegué desde una experiencia vergonzosa a los once años. Y es que, en aquella época, el Colegio Alemán no estaba homologado todavía en relación al plan de estudios nacional; no nos quedaba otra que hacer los exámenes finales de bachillerato en el Instituto Menéndez y Pelayo; y yo fui el único alumno de los seis cursos de bachiller —que entonces se realizaban entre los 11 y 16 años— que suspendió la gimnasia aquel bendito Junio de 1969. Toda una vergüenza para el colegio, para mis padres y, sobre todo, para mí mismo. 

El profesor de gimnasia del Colegio Alemán San Alberto Magno tenía nuestra clase dividida en grupos según su nivel deportivo: los que nunca dábamos el tiempo en la carrera, ni la altura o longitud en el salto, los que no conseguíamos subir la cuerda y pendíamos bobamente de ella como tocinos sacrificados de un gancho, los que al brincar el potro nos empotrábamos siempre de testículos contra el maldito armatoste y nadie nos quería en su equipo de fútbol, baloncesto o balonmano... éramos “los patatas”. Cuatro éramos los chavales-tubérculo: dos tenían los pies planos, uno era un cerebrito que vivía en su cuerpo porque la Naturaleza había tenido la pésima idea de alojar su mente allí... y luego estaba yo. Mis tres cofrades “patatas”, sin embargo, aprobaron el examen del Instituto. Yo, no... así que yo era el “patata de los patatas”.

Cuando llegaron los deplorables resultados, mi padre, exmilitar y apóstol de una versión marmórea de la virilidad, observó a su hijo mayor con decepción incalculable, como si el pequeño “patata” acabase de escupir en la cara del mismísimo Arquetipo del Hombre, como si hubiese plantado un graffiti en la estatua de Hércules o en la de Príapo, o se hubiese orinado a conciencia sobre el martillo de Thor. Asqueado, me envió al primer gimnasio que le pasó por la cabeza, a dos manzanas de casa, haciendo hincapié en todo lo que podía ocurrirme si volvía a cometer aquella felonía contra natura en Septiembre. 

El Gimnasio Barenys tenía de todo: potro, cuerda, plinto, postes y listones para el salto de altura... Pero, sobre todo, tenía pesas: viejos discos, bancos, barras y mancuernas desconchados y semioxidados... como correspondía a un gimnasio de barrio con olor a sudor de axila y suelo crujiente de parqué. Y allí caí en las manos de Santiago Larrosa, uno de los primeros culturistas de España, cuando los concursos de este deporte se celebraban en las discotecas Pachá y los participantes se lanzaban al escenario colgados de una liana, con un exiguo bañador color leopardo. Santi era un émulo de Steve Reeves, su héroe. Mismo corte de pelo, misma barba, llegaba al gimnasio en una Ducati de tonalidad naranja, vistiendo cazadora de cuero negro, con gafas de sol a juego. Éste sí era un modelo a seguir para todo “patata” de once años.

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Aprobé en Septiembre. Subí la cuerda en escuadra... sólo por presumir. Y desde entonces seguí, de año en año y cada año con más ímpetu, los pasos de Santi en aquella época en que la proteína en polvo era y sentaba como el cemento, y teníamos tan poca idea de nutrición, y la información llegaba con cuentagotas, y ocuparse demasiado de la apariencia física era cosa de “maricones” —quien haya visto la película Bigger, que cuenta la aventura de los hermanos Weider para crear el bodybuilding moderno, sabrá de qué hablo— o de “descerebrados”... porque el intelectual era aquel tipo endeble y permanentemente cansado que te acechaba con gafas de culo de botella y rostro de amargura desde detrás de su nube de cigarrillo, dispuesto a escupirte su nihilismo o existencialismo o anarquismo, o la mezcla tóxica de los tres. 

Pero a principios de los 80 todo cambió. En Barcelona empezaron a abrirse grandes gyms, intimidantes en su pretenciosa modernidad, con barras y mancuernas cromadas, y discos de caucho, y máquinas abrillantadas que te deslumbraban a la primera mirada y no tenías ni idea de para qué demonios servían. Y las películas de Stallone y Schwarzenegger llenaron las pantallas, y el exceso de aquellas figuras sirvió de llamada y estímulo para todo el resto. Y el modelo físico de hombre tanto como de mujer se transformó. Y los gurus de la nutrición y el entreno empezaron a publicar con apostólico frenesí, cada maestrillo con su librillo contradiciendo a todos los demás: era para volverse loco... pero era un momento también de mucha búsqueda y experimentación. 

Incluso las artes marciales se resignaron a abrir un espacio para el nuevo modelo físico. Hasta entonces dominaba la idea de que un cuerpo hipertrofiado por las pesas no podía ser lo bastante fluido, ágil, rápido y flexible para las exigencias de aquéllos. De acuerdo con el viejo dogma asiático, el acortamiento muscular implícito en el trabajo con el hierro hacía impracticable el golpe explosivo y fulgurante, con puño o pierna, que buscan el karate, tae kwondo, kung fu y similares.

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Cassius
Joe
Valera
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Pero en 1975, Dominique Valera, el gran campeón europeo de karate, se lió a tortazos con el árbitro en un campeonato y, expulsado de la federación francesa, se pasó al full contact americano, que fue, por así decirlo, un prólogo de las MMA actuales. El full contact era una creación reciente de Joe Lewis, discípulo de Bruce Lee, veterano del Viet Nam, actor de cine y supercampeón de karate. Lewis estaba aburrido de competir para “marcar puntos”, como en el karate tradicional, y quería una lucha al KO. El full contact volvió así pues los ojos hacia el boxeo, en especial el de los pesos pesados, cuya máxima figura era por entonces Muhammad Ali —ex-Cassius Clay—, a quien admiraban tanto Lewis como Lee. Un cuerpo musculado no es un inconveniente para el full contact sino, muy al contrario, una necesidad. 

Muchos “valeristas” jóvenes españoles por entonces hallamos en la transición de nuestro campeón la excusa perfecta para conciliar karate y pesas, actividad esta última que hasta entonces habíamos considerado antagónica y realizado casi secretamente, con cierto complejo de culpa, como quien comete “actos impuros” y no se atreve a “salir del armario” bajo la mirada suspicaz de sus senséis japoneses.

En el 82 me inscribí en el Gym Sarriá y, al principio, repartí mis días de entreno entre el vetusto Barenys y el gimnasio futurista, en cuya sala, por primera vez en mi vida, entrenaba con chicas que ya no confiaban su atractivo únicamente a la lenidad y bondades de la naturaleza. Al final, sin embargo, pudo más el pragmatismo que la nostalgia y dejé atrás el mundo de mi queridísimo Santi Larrosa para cabalgar la cresta de la nueva ola atlética. En el Gym Sarriá encontré estupendos compañeros de entreno y, entre ellos, Xavier Roig, cuya amistad sigue honrándome después de más de cuarenta años. 

Xavi y yo transitamos juntos varios gimnasios de la época: el Gym Pedralbes, el Forma Moderna (de nombre tan militante), el Gym Sants... poniendo en práctica cada nueva metodología de entreno que se nos ocurría o que venía sugerida por una fuente fiable de información. En 1988 nos sacamos el título de Entrenadores de la IFBB a través de un curso que daban en el INEF (ahora INEFC), entre otros, los míticos José Donato y Rafael Santonja, ahora presidente de la International Fitness and BodyBuilding Federation.

CULTURISMO

Por entonces la IFBB era la International Federation of Bodybuilders, fundada por los hermanos Weider en 1946. Ben y Joe estaban bien vivos todavía y al timón del alma mater donde Schwarzenegger, Ferrigno, Columbo, Frank Zane, Tom Platz (The Golden Eagle), Corinna Everson y Sharon Bruneau —por nombrar sólo un puñado— se habían disputado o seguían disputándose los Mister y los Miss Olympia de año en año.

La proteína en polvo Weider ya no era el cemento de antaño, sino un granulado finísimo en multitud de sabores y perfectamente digestible. El resto de productos de esta marca se había convertido en el referente de todo bodybuilder. Weider era ahora el nombre, al mismo tiempo, de una leyenda y de un imperio. Santonja, un farmacéutico, nutricionista y deportista muy querido por los Weider y por el colectivo culturista en general, tomaría el timón de los hermanos en el 2006 y se traería el cuartel general de la organización a Madrid. Reelegido una y otra vez desde entonces, Rafael sigue guiando la nave con acierto. Por una vez, España y un español se han vuelto nucleares para una iniciativa norteamericana de la dimensión de la IFBB.

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Tal como yo lo veo hay dos vías principales de practicar el bodybuilding. Una es la del exceso; otra, la de la templanza... (y no hago aquí juicio de valor ninguno, ambas me parecen perfectamente legítimas: uso los términos anteriores de un modo sólo descriptivo). Por la primera vives para la hipertrofia, lo que implica que buena parte del tiempo te la pasas comiendo; otra parte acelerando el metabolismo con esteroides, hormona del crecimiento, anabolizantes, o lo que sea... para que un hígado estresadamente hiperactivo transforme en masa muscular los miles de calorías ingeridos; otra parte la pasas entrenando, sin duda; y el resto del tiempo, pendiente de todo aquello —descanso, nutrientes, complementos...— que puede proporcionarte un crecimiento óptimo y veloz.

Por la segunda creces para vivir mejor, tener un físico más consciente y una base estructural más firme, más fuerte, más eficiente en cualquier otro deporte que practiques. Por la primera vas en hipertrofia más allá, mucho más allá, de tu horizonte genético. Por la segunda te das de bruces contra el límite de tu crecimiento muscular, lo que no implica que no puedas seguir mejorando el cuerpo de otras muchas maneras. En la primera, la vida es ancilar, la hipertrofia es dómina. En la segunda, la vida es central y el entreno un recurso.

Por más que admire el esfuerzo y la estética de los “excesivos”, mi camino ha sido siempre el de los “templarios” y mucho más desde mi encuentro con la filosofía de Aurobindo Ghose a finales de los 80. Ghose, como Teilhard de Chardin, contempla el ser humano en términos evolutivos. Lo ve como una fase preliminar en el progreso de la psicogénesis, que culminará con la manifestación de un ente superior: una supraconsciencia alojada en un cuerpo iluminado capaz de sostenerla. Yoga es para Ghose un modo de colaborar conscientemente en este proceso evolutivo y todo lo que ayude a incrementar la consciencia celular es bienvenido en su metodología transformacional.

Sri Aurobindo
Teilhard

Fuerza, flexibilidad, resistencia, coordinación... son cuatro facultades fundamentales de la consciencia corporal, así como la memoria, la adaptabilidad, la tenacidad y la capacidad de articulación conceptual lo son de la consciencia mental. La fuerza es lo que desarrollas con pesas y gracias, en especial, a una herramienta que no verás nunca en los gimnasios, pero sin la cual absolutamente todo en ellos sería inútil: la gravedad. 

Hay aquí, creo yo, una lección implícita: tu oponente invisible en el entreno es tu mayor ayuda en el progreso. Ya la observes en términos newtonianos, einstenianos o cuánticos, la gravedad hace que cambies el diálogo con tu cuerpo, que midas tu acción contra su resistencia...

La gravedad es un oponente digno, honesto y predecible, por eso los ejercicios de bodybuilding con barras, mancuernas o poleas son monótonos. Y, puesto que en su repetitividad y simpleza no requieren gran despliegue de coordinación, puedes entrar en un estado prácticamente contemplativo mientras los realizas. Si lo haces, es probable que te ocurra como a mí y el cuerpo “te diga cosas”. El cuerpo es una gran fuente de epifanías, si eres considerado con él. José Donato decía que el culturismo es una disciplina muy honesta en su tratamiento del cuerpo, y tenía razón... (el problema es que lo decía demasiado a menudo). Sea como sea, a mí el cuerpo me ha legado cinco revelaciones principales: 

 

     1- Que la estabilidad de la forma adquirida depende no sólo de la continuidad del esfuerzo, sino también de la memoria muscular; y que ésta puede trabajarse del mismo modo que la memoria cerebral. 

     2- Que el cansancio es la resistencia de la forma al cambio, a perder sus contornos, y que por esta razón puede abordarse como un factor de consciencia en lugar de como una inevitabilidad física. 

     3- Que, al igual que la gravedad einsteniana es la curvatura del espacio-tiempo, la gravedad o cansancio de la forma física es la curvatura del ego. 

     4- Que una gran parte de las lesiones puede curarse sencillamente cultivando la capacidad de autorreparación natural del cuerpo. 

     5- Que lo que merma las facultades físicas no es la edad, sino lo que has hecho y no has hecho con el cuerpo hasta llegar a ella.

Estas ideas y algunas otras fueron las que me inspiraron a publicar en 1998 mi libro Culturismo Integral: Dimensión Interior y Sistema. Ahora mismo —26 años después— lo escribiría de un modo muy distinto, sin duda, tanto la parte especulativa como el manual. Mucho ha cambiado desde entonces en mi modo de ver las cosas y, en general, en lo que afecta a la metodología de entreno. Pero ahí está el libro... y a su manera sigue pareciéndome válido.

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En 1993 dejé la declinante Barcelona por el efervescente Sitges y, puesto que dirigía el entreno de algunas chicas y de algunos amigos, aproveché para hacerme un gimnasio profesional en mi propia casa, con mancuernas hasta los 58 kg y máquinas Salter de 2ª generación, tan recias que siguen impolutas 31 años después.

Archivo de vídeo

Treinta y dos años después... Sigo entrenando como lo he hecho siempre, pero con algo más de intensidad, con algo más de consciencia física y capacidad de autorreparación tisular, y desde luego con mucha más resistencia. Sin duda el Tantra ha ayudado en esto, pero sobre todo lo ha hecho el que mi entreno haya sido un programa de vida, no un intento de resplandecer unos años y luego apagarme con la misma rapidez con la que uno ha brillado. Agradezco cada entreno en solitario y cada entreno que puedo compartir con un ser afín, cercano o lejano, porque siempre te da la oportunidad de ofrecer y de aprender. Si tú eres uno de esos seres afines, entrena conmigo.

 

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