Crónicas del Ecce Homo

Vieja Foto con Inscripción al dorso

Tailandia

Bel_Thailand

Gracioso que la reencuentre ahora. Interesante, cuando menos. Me la tomó un compañero en una playa de Tailandia, donde descansábamos después de un breve cursillo de karate en Japón, en Agosto de 1976. Habíamos ido allí a conocer nuestra escuela madre, la Shingi Kai ( 義会), una rama del estilo Shito Ryu (糸東流), creada por el maestro Taiga Yasue y codirigida, por aquel entonces, por su fundador y el senséi Kowayashi. Íbamos saturados del orientalismo rampante de la época, convencidos de que de allí seríamos todos unos “pequeños saltamontes” y de que volveríamos de Oriente con el nimbo místico del David Carradine de Kung Fu y la pegada letal de Bruce Lee. El primer jarro de agua fría fue el bendito Taiga Yasue, que nos recibió borracho y nos despidió borracho, y al que no vimos ni un instante sereno en todos los días del cursillo. Lo increíble del caso es que a las cinco de la mañana el hombre estaba ya pegando gritos y que aguantaba el día entero con empaque de samurái beodo. Al preguntarle a mi maestro, Yoshiho Hirota, que tenía por su senséi una veneración casi religiosa, qué hacía Yasue dando aquel espectáculo, me contestó que lo hacía por mostrarse tal cual era. Supongo que se refería a las inhibiciones del varón japonés, que ríete tú de las del macho ibérico. No sé si el senséi Kowayashi llegó a mostrarse cómo era o no, pero nos ofreció la figura de un hombre pulcro, noble, admirable y bello en todos sus gestos y en las pocas palabras que nos dirigió, siempre en japonés, traducidas de inmediato por nuestro Yoshi Hirota. Tampoco sé si Yasue, con todo su alcohol llegó a mostrarse o no cómo era. A mí me pareció un payaso, y al cabo de poco tiempo se murió de una cirrosis hepática... que quizá (muy legítimamente, por cierto) era lo que en defintiva andaba buscando.

Pero más que estos recuerdos asociados a la imagen, es la inscripción manuscrita que lleva al dorso lo que ahora me incita a las meditaciones. Reza: “Aparta tu rostro de los engaños de este mundo. Desconfía de tus sentidos, pues son falsos. Pero dentro de tu cuerpo, el templo de tus sensaciones, busca en lo impersonal al hombre eterno y, cuando lo hayas hallado, mira hacia dentro pues tú eres Buda.”

Es mi letra. Pero, para ser sincero, no sé si copié este texto de alguno de los muchos libros de orientalismo que devoraba por la época, o lo escribí en un momento de rara intuición. Mi firma al pie (con el nombre odioso que usaba entonces) puede que indique autoría, pero puede también que simplemente ponga una rúbrica de sintonía a esas líneas. No lo sé.

“En lo impersonal, el hombre eterno...” Quizá la preposición “en” no sea la más adecuada aquí. Depende de si “lo impersonal” nos lo prefiguramos bajo la metáfora de un océano (en cuyo caso estaría bien), o de un velo (en cuyo caso sería preferible “tras”). Los transcendentalismos afirmativos, los que propugnan la existencia de una dimensión increada e imperecedera del principio individual, el Alma, el Hombre Eterno, acostumbran a sostener también que ese plano de consciencia no se alcanza sino por la previa disolución de todo lo que somos en el no-ser, no-querer, no-pensar infinitamente quieto y silencioso de la impersonalidad absoluta. El nirvana, que es donde termina el viaje de los budistas y otras doctrinas acosmistas, pero donde realmente empieza el de los idealismos afirmativos. El albedo de los alquimistas, previo al rubedo de la realización integral.

Después de casi cuatro décadas desde ese salto en Tailandia y la intuición al dorso, ¿estoy más cerca del Hombre Eterno? La sensación es que no; la sensación es la de estar cada vez más perdido en un laberinto de perplejidades, implacables como espejos, que impiden ver más allá del reflejo de tu propio y desencantado rostro. 

A veces recuerdo aquella escena de La Reina de África en que la barcaza de este nombre con Humphrey y Kathy a bordo (éstos sí que son eternos, a su manera) va quedándose más y más atrapada en el laberinto de maleza fluvial; él y ella, incapaces de mayores esfuerzos, rendidos por fin en cubierta sobre la que se desploma un sol de muerte. Plano en picado desde lo alto y vemos que sólo una última franja de maleza flotante separa todavía el barco de la desembocadura en el lago que buscaban. Sopla el viento, cae la lluvia, mueve las aguas y el último escollo del dédalo vegetal se abre liberando la nave, dejando que ésta derive pacíficamente, con su inconsciente y moribundo pasaje, hacia la salvación. Pero yo sigo pegando saltos, sigo queriendo entrar a patadas en la morada del Hombre Eterno, anhelando la extinción con el mismo ardor con el que persigo los espejismos de este mundo.

Plano en picado desde lo alto y... ¡qué pueril esta pataleta mística mía!