Venecia en la Muerte
Gustav von Aschenbach: cinco artistas en un solo personaje, ¿puede acaso el dogma cristiano de la trinidad rivalizar con este misterio especulativo? Hablar de él es hablar de von Aschenbach escritor, hijo de la pluma de Thomas Mann; es hablar del mismo Mann; de Aschenbach-Bogarde, eje de la película clásica de Luchino Visconti; es hablar de Visconti y, en última instancia, de un converso: Gustav Mahler.
Mahler, el adagietto de la quinta sinfonía se deja oír contra un mediterráneo azul-Visconti. Un vapor lento e inaudible se desliza con suavidad sobre las olas mínimas y acordes tiernos para desaparecer a la izquierda de la pantalla. Se emocionan los violines, en cubierta hallamos a un hombre y comprendemos, de pronto, que esa música inviolada es la melodía de su alma, la niebla dulce de inefables sentimientos que lo envuelve; tan intensa que no se oye el vapor, el mar, el mundo; tan íntima que no se escucha nada más. El buque, de nombre igual al de la hermosa prostituta que visitara el compositor, alcanza el puerto. Lentamente el universo empezará a deformarse y los acordes del adagietto, como el recuerdo del pasado de ese hombre, un pasado de orden, rutina y vanidad, serán despedazados por el clangor prosaico de la sirena, después por las atipladas cornetas y los gritos de los bersaglieri. El mundo impone al viajero fatigado sus sonidos y, con ellos, también sus propios sentimientos.
He dicho que el universo empezará a deformarse: así mismo lo escribe Mann. Visconti se hace eco, y el rostro de Aschenbach-Bogarde sufre o refleja esa misma deformación cuando un viejo alindongado, una de esas figuras grotescas que nos horripilan por el conglomerado de contradicciones que evocan, le saluda, se burla de él y, lo que es peor, se mira en el espejo de sus ojos como sólo puede hacerlo la Moira cuando concede mostrar al hombre una pista de su destino. No es, precisamente, el Aschenbach manniano el que se reconoce en el esperpento, aquél todavía ve simbolizado su porvenir en la figura del viajero que hallara una tarde no lejana de primavera en las calles de Munich y despertara en él el deseo de tierras vírgenes, de selvas lejanas, de pantanos y tigres, esos mismos tigres que llegarán a Venecia en forma de peste.
Venecia. Esa Venecia como el escenario de un diabólico teatro donde las realidades se deforman adquiriendo múltiples sentidos, mareando al artista que teme la ambigüedad, ¿no es acaso un nuevo Horeb o, mejor, un nuevo Pisga desde cuya cima Aschenbach-Moisés se atreverá a contemplar, por primera vez, la tierra de la sensual promisión? ¿Quién no desea, cuando su tiempo se ha agotado, llegar a ver los contornos del bien supremo aunque no le sea dado extender la mano hasta él, cruzar el Jordán, gozar por fin en el lugar deparado por el dios brillante?
Y es que a von Aschenbach se le ha acabado el tiempo: “Un reloj de arena —comenta Aschenbach-Bogarde mientras Alfred, pieza viscontiana inspirada quizás en el sensual escenógrafo Alfred Roller, íntimo amigo de Mahler, toca el piano—. Es curioso, ahora me viene a la memoria que en casa de mis padres también había uno de ésos. El conducto a través del cual cae la arena es tan estrecho que, aparentemente, el nivel del vaso superior permanece igual, no cambia. Sólo un buen rato después se da uno cuenta de que la arena ha ido cayendo grano a grano, inexorablemente, hasta colmar el vaso inferior. Entonces ya nada importa, se ha cumplido el tiempo... y no queda un minuto para pensar”. Aquí Aschenbach-Bogarde sufre un estremecimiento: ¿qué otra cosa se podría sentir ante el paso del tiempo minucioso, inaudible, fugaz?
Aschenbach-Moisés, el hombre sin tiempo, trepa al Pisga —¿y no es el Pisga precisamente un calvario?—, Dios no se le hurta y al otro lado del Jordán columbra la Belleza.
“¡La Belleza! —exclama Mahler en casa de los Zuckerlandl la noche en que conoce a Alma—. La cabeza de Sócrates es hermosa.”
“¿La belleza? —oímos decir a Alfred—, querrás decir tu concepción espiritual de la belleza.”
“¿Acaso niegas al artista —responde el hombre sin tiempo— la posibilidad de crear partiendo del espíritu?”
¿Crear? ¿No es éste su primer error? La belleza, como clamará Alfred, no es producto de una labor, “nace de forma espontánea, preexiste a nuestra presunción de artistas”. Pero ¿puede aceptar esta tenebrosa verdad alguien “acostumbrado desde muchacho al esfuerzo, al esfuerzo intenso, que no había disfrutado nunca del ocio ni conoció la descuidada indolencia de la juventud”, alguien que “como la carga de su talento debía ir sobre unos hombros débiles y como quería llegar lejos, necesitaba una extremada disicplina?”
“Sólo a través de un completo dominio de sí mismo —predica Aschenbach-Bogarde—, de los sentidos, puede alcanzarse la sabiduría, la verdad, la dignidad humana.”
“¿La sabiduría, la dignidad humana? —replica Alfred— pero ¿de qué sirven? El genio es un presente divino, ¡no, no, no!: una tortura divina, una llama mórbida, pecadora, un abismo insondable.”
Y son estas palabras, de corte tan nietzscheano las que hacen clamar al profeta de la disciplina y la ascesis:
“¡Reniego, reniego de las virtudes demoníacas del arte!”
El artista reniega y trepa al Pisga. Dios no se le esconde y he aquí que ese Dios tiene el rostro de un adolescente andrógino y se llama Belleza; ése es, al menos, el nombre oficial que le dan sus sacerdotes. Sabido es que al nombre oculto de Dios sólo se accede después de una cruenta iniciación. Iniciación que nada tiene que ver con este pensamiento:
“¿Sabes Alfred? El arte es la mayor fuente de educación. El artista ha de ser perfecto, ejemplar, tiene que ser un modelo de equilibrio y fuerza. No puede ser ambiguo.”
Ni con este otro que cita Alma Mahler:
“Sólo hay una educación: el ejemplo. Vivir por el ejemplo es todo. Debo mantenerme en las alturas. No debo dejarme irritar ni permitir que me hagan descender.”
Vieja aspiración ésta de los predicadores de la moral, antiguo error que ha condicionado desafortunadas modas. El arte desprecia las consideraciones éticas, surge imprevisiblemente donde el hombre se siente trascendido, prolongado, incluso herido. Es una tensión emotiva infrecuente y por ello valiosa, independiente del bien y el mal, accesible sólo a las almas cavernosas.
Mas Aschenbach comete incluso una equivocación mayor: creer que la contemplación de la Belleza es una actividad aséptica, neutra. Que al bien supremo sólo se llega tras una larga y dolorosa preparación, que ante el don excelso el alma permanece imperturbada, intransformada, es una creencia mística e ingenua. Más profunda es la idea veterotestamentaria de que a aquel que ha visto el rostro de Dios le aguarda la muerte inmediata. La contemplación de la Belleza compromete al observador y ese compromiso se llama deseo. El deseo deforma, transforma, y sólo se resuelve en última instancia, con la total aniquilación de los límites del sujeto y su fusión con el objeto adorado.
Imperdonable error en el que incurre Aschenbach-Bogarde. Una playa de principios de siglo. La cámara mágica de Visconti incluye y excluye personajes exactos, precisos, construye la vía de acceso hasta la mínima arena y el mar eterno, el mismo mar que contempla el profeta artista desde su tímida butaca. “Amaba el mar —nos confiesa Thomas Mann— por razones profundas: por el ansia de reposo del artista que trabaja rudamente, que desea descansar de la variedad de figuras que se le presentan en el seno de lo simple y lo inmenso; por una tendencia perversa, opuesta enteramente a las exigencias de su misión en el mundo, y más tentadora, por eso, a lo inarticulado, desmedido y eterno, a la nada. Quien se esfuerza por alcanzar lo excelso nota el ansia de reposar en lo perfecto. Y la nada, ¿no es acaso una forma de perfección?”
Pero a esta forma de perfección que no tiene forma ve Aschenbach oponerse otra forma de perfección que es, ante todo, forma: adolescente contra fondo de mar y cielo; el orden de la línea, el contorno, el ritmo contra el caos informe. “Apolo y Dioniso —nos dirá Nietzsche—, reconozco en ellos los representantes vivientes e intuitivos de dos mundos artísticos dispares en su esencia más honda y en sus metas más altas. Apolo está ante mí como el transfigurador genio del principium individuationis, único mediante el cual puede alcanzarse de verdad la redención en la apariencia: mientras que, al místico grito jubiloso de Dioniso, queda roto el sortilegio de la individuación y abierto el camino hacia las Madres del ser, hacia el núcleo más íntimo de las cosas”. Tras esta turbadora visión al artista le es revelado el nombre oculto del numen: Tadzio. Aun una segunda revelación de carácter teofánico: el muchacho se muestra al iniciado en su secreta naturaleza divina: “La visión de esta figura viviente, tan delicada y tan varonil al mismo tiempo, con sus rizos húmedos y hermosos como los de un dios mancebo que, saliendo de lo profundo del cielo y del mar, escapaba a la corriente, le producía evocaciones místicas. Era como la estrofa de un poema primitivo que hablara de los tiempos originarios, del comienzo de la forma y del nacimiento de los dioses”.
La manifestación divina ha hecho de Aschenbach-Bogarde un converso incapaz de disimular su nueva fe. El Aschenbach manniano, sin embargo, en este instante, todavía se resiste, se agita, se defiende, oculta a su mirada su miembro andróginamente circundado que hace de él un fiel de Antinoo-Tadzio, dios turbador y tormentoso, Sturm und Drang: “En ese momento pensó en la gloria y en que por la calle lo conocían muchos y lo contemplaban con respeto y admiración, todo a causa de su voluntad certera y coronada de gracia; evocó todos los éxitos exteriores que se le ocurrieron y hasta pensó en su título de nobleza”. ¿Cabe reacción menos aristocrática, más burguesa en el peor sentido de la palabra? Y esa defensa frente a lo envolvente dionisiaco ¿no halla su paralelo en este recuerdo de la vida de Mahler: “He comprendido hoy —le dice a Alma el compositor— que el arte articulado es superior a la naturaleza inarticulada”. “Había dirigido la sinfonía pastoral —glosa Alma— y la había hallado más impresionante que todas las cataratas del Niágara”?
Aschenbach, asustado converso, huye. Es interesante notar en este punto las sutiles diferencias entre la obra de Mann y la de Visconti. No es sino después de un paseo por una Venecia calurosa y agotadora, verse asaltado por mendigos que orillan las calles, recordar que ese clima ya le venció en una ocasión, cuando al Aschenbach manniano se le ocurre partir: se engaña y nos engaña. Viaje a la estación. Mann nos hace partícipes de su añoranza: atrás quedan los jardines públicos, los arcos majestuosos de Rialto, los palacios, la Piazzeta. Retrocedamos: Aschenbach-Bogarde ha subido al ascensor, con él entran, tumultuosos, unos muchachos; entre ellos Tadzio, un Tadzio en el que nada hallamos de la timidez que nos sugiere Mann, un Tadzio consciente de su naturaleza divina, de que es suya, enteramente suya, el alma del viejo profesor. Terror, es el terror que produce lo sagrado, el artista prepara vertiginosamente las maletas bajo el recuerdo avergonzante de unas palabras de Alfred. Recuperemos éstas:
“¿Sabes lo que hay en el fondo del arroyo?: mediocridad.”
Aschenbach-Bogarde parte en la lancha que ha de dejarlo en la estación. Visconti no permite que nuestra vista se disipe en los arcos, jardines y palacios de la ciudad-símbolo; la concentra en el rostro profundo, herido, del hombre que ha visto la faz de Dios, la condensa en un primer plano lleno de amargura. Ese hombre ya no es capaz de engañarse a sí mismo ni a nosotros, espectadores: sufre, y sabe que sufre, porque como un Pedro antes de que cante el gallo está negando su fe. Qué diferente es ese rostro del Aschenbach-Bogarde que vuelve de la estación excusado de abandonar la ciudad. Es entonces cuando adivinamos más allá de su alegría incontenible la Piazzeta, los jardines, los palacios, en una Venecia que resucita en la mirada del fugitivo, a su vez, resucitado.
A partir de ahora el artista convertirá la contemplación del dios efebo en un calculado ritual de adoración: “Se levantaba temprano, como lo hacía cuando se veía azuzado por un trabajo apremiante, y llegaba a la playa uno de los primeros, cuando el sol no quemaba aún y el mar, de una blancura deslumbrante, permanecía entregado a los sueños de la mañana. Saludaba respetuosamente al guardia de la verja y al anciano de la barba blanca que le arreglaba su sitio, que extendía la lona y sacaba a la plataforma los muebles de la caseta. Luego transcurrían unas tres o cuatro horas hasta que Tadzio aparecía; durante ese tiempo iba ascendiendo el sol y alcanzando terrible vigor. El mar se hacía entonces de un azul cada vez más denso. Tadzio solia llegar por la izquierda, siguiendo el borde del mar; Aschenbach veíalo aparecer de espaldas, saliendo de entre las casetas. A veces se daba cuenta súbitamente de que había pasado la hora de su llegada y veíalo entonces, ya con su traje de baño azul y blanco que no volvía a quitarse, y experimentaba un cierto estremecimiento de placer”.
Llega ahora un momento fundamental en el destino del artista. Después de una evocación de reminiscencias platónicas —“¿No se ha dicho que el sol desvía nuestra atención de las cosas intelectuales para dirigirla hacia lo sensual? Aturde y hechiza de tal modo el entendimiento y la memoria, el alma queda sumida en tales delicias, que olvida su destino verdadero y su asombrada admiración se hunde en la contemplación de los objetos más bellos que el sol puede iluminar. Después, con el auxilio de algo corporal, logra elevarse a una más alta condición”—, Aschenbach siente el deseo irresistible de crear, de escribir ante la presencia turbadora del dios. Todavía cree o quiere creer que la Belleza es producto de una labor, todavía piensa que la Perfección es accesible al lenguaje, todavía se resiste a la ineluctable verdad de que el artista es un vulgar imitador, un falso taumaturgo. Es éste su último error. Quizá pudiéramos hablar aquí en términos freudianos, de un intento de sublimación. Pero, ¿cómo?, ¿sublimación? ¿Acaso ha habido en la historia de la cultura autocensura mayor que la invención de este concepto, ha condenado un autor su obra de modo más taimado que con la creación de este término equívoco? Y es que el instinto puede ser entretenido, distorsionado, su urgencia pospuesta; pero su diabólica energía no se eja disolver: la crítica de Wilhem Reich es tentadoramente suscribible.
Decía instinto. No es sino al instinto más tenebroso a lo que apela esta escena en la película de Visconti: Tadzio corre húmedo, rebozado de arena, hacia el toldo bajo el que reposan los suyos. La institutriz seca su cuerpo, lo limpia, lo envuelve en una gran toalla blanca orlada por cuidadas grecas que deja al descubierto su brazo izquierdo. Y porque la Belleza quiere ser cortejada y admirada, el joven dios camina con parsimonia hacia un punto del espacio entre el artista y el mar. Febrilmente Aschenbach se levanta de su silla de lona, se sienta junto a una mesa y escribe. Quizá sea música lo que escribe, quizá la tercera sinfonía de Mahler cuyo cuarto movimiento conquista la escena; quizá, porque todos los artistas son un solo artista, escribe ese cavernoso poema de Nietzsche que una contralto rescata del Así habló Zaratustra, “el mayor regalo que le ha sido hecho a la humanidad”. Estos son los versos abisales que incluye Mahler en su sinfonía y Mahler, no lo olvidemos, a la vista de las obras completas de Nietzsche en los anaqueles de la biblioteca de Alma había exclamado: “¡Échalas al fuego!”:
“¡Oh hombre! ¡Presta atención!
¿Qué dice la profunda medianoche?
Yo dormía, yo dormía,
de un profundo sueño he despertado:
El mundo es profundo,
y más profundo de lo que el día ha pensado.
Profundo es su dolor.
El placer es más profundo aun que el sufrimiento:
El dolor dice: ¡Pasa!
Mas todo placer quiere eternidad,
¡quiere profunda, profunda eternidad!”
Abismo. Profundidad. “El hombre y el artista son uno —dirá Alfred—, han tocado fondo juntos”. Persecuciones por Venecia, calles que hieden a desinfectante, atmósfera rayada por tigres de peste esacapados de las selvas pantanosas inútilmente fértiles, notas de adagietto. Tadzio asegurándose de que sus huellas no se pierden en la nada, consciente de su esquiva naturaleza divina, Aschenbach despedazado por los sentimientos contradictorios que suscita la proximidad de lo sagrado. Sueños de danzas macabras que refiere Mann, recuerdos de la fracasada carrera del compositor que evoca Visconti.
“¿Qué más quieren? —clama el músico desesperado refiriéndose al público que lo abuchea una vez terminado el concierto.”
“¡Pura belleza! —grita Alfred con desprecio— ¡Absoluta severidad, abstracción total de los sentidos! ¡Tu música no ha nacido y estás desenmascarado!”
Párrafo último, escena final. Tadzio camina a través del agua hacia el interior del mar, la forma hacia lo informe, acaso responde Apolo al grito ditirámbico del unánime Dioniso. Un banco de arena hace emerger nuevamente la figura. Desde la orilla cinco artistas en un solo personaje tienden la mano, se ahogan, se estremecen ante la comunión de los dos dioses del arte que los excluyen. El adolescente descompone su postura berrochiana y alza la mano izquierda para señalar quizá al infinito. Podemos pensar ahora que cada uno de los Gustav von Aschenbach muere de forma distinta. Mann introduce aquí unas frases reveladoras: “... le parecía que, desde allá lejos, el pálido y amable mancebo le sonreía y le hacía señas; como si separando la mano de la cadera apuntase a lo lejos, hacia la tentación monstruosa. Y en la misma forma que otras tantas veces, se dispuso a seguirle”. Quizá Mann nos esté revelando que el artista, más allá de su propia aniquilación (no puede ser de otro modo), alcanza al fin la Belleza Suprema, se funde con el objeto de su deseo, torna su alma al mundo excelso de las Ideas. Quizá no, quizá Tadzio apunta verdaderamente al infinito y la fusión última es, al fin y al cabo, como la de dos líneas paralelas por más que se prolonguen, imposible.
Aschenbach-Bogarde muere de puro anhelo mientras su ficticia juventud, la misma que le horripilara en el viejo mensajero de la Moira, se descompone. Muere deseando que ese Tadzio davídico se vuelva hacia él y clame, como el David tadziano del libro segundo de Samuel ante la muerte de su amigo Yonatán: “¡Tan dulce has sido para mí! Más maravilloso me resultaba tu amor que el amor de las mujeres”, o como Bodanzky con los ojos arrasados de lágrimas por la postración del compositor: “Nunca querré a ninguna mujer como quiero a Mahler”. Y si lo hiciera, ese adagietto, como música de las esferas celestes que pretende prescindir de los sentidos, se vería inevitablemente sustituido por el telúrico preludio del Tristán: Mahler-Aschenbach habría hallado por fin su identidad profunda, en lugar de alabar la cabeza de Sócrates acariciaría la cabellera de Fedro. Pero no, Tadzio, inalcanzable, imprevisible, ha dejado de señalar al infinito, y camina nuevamente a través del agua hacia el horizonte infinito.
Podemos pensar, aun creer, en esas muertes siempre que tengamos presente que al hacerlo vagamos por el laberinto especular de las significaciones y que Nietzsche, Mann, Visconti y Mahler no han sido sino excusas para entregarnos a la emoción de los múltiples sentidos. Podemos pensar en esas muertes sin ocultarnos que al hacerlo también nosotros extendemos, culpablemente, la mano hacia Tadzio.