Crónicas del Ecce Homo

El Sabio Desalojado

Hay tres tipos de ignorancia: la honesta, la del que no ha tenido ocasión de aprender y escucha con atención y admiración al que sabe; la osada, que cree que lo sabe todo; y la docta ignorantia que, incluso antes de que Nicolas de Cusa la bautizase con este latinajo, quedaba perfectamente expresada en el “sólo sé que no sé nada” de Sócrates. Desde muy antiguo, doctrinas como el gnosticismo o el Tantra distinguían a los humanos en tres grandes categorías: los físicos (G) o paśus (T); los pneumáticos (G) o viras (T); y los gnósticos (G) o devas (T)... Esto es, los satisfechos con el aspecto materialista de las cosas o “rebaño”, los buscadores de un conocimiento superior o “héroes”, y los maestros. Ilustradas son los épocas en que proliferan y lideran las dos últimas clases de humanidad. Bárbaras son aquéllas dominadas por la más baja y elemental de las categorías.

La nuestra es una época bárbara en la que el conocimiento queda relegado en favor del uso puntual de datos “útiles” extraídos acríticamente de ese pozo contaminado que es Internet; en la que predomina la satisfacción inmediata de una curiosidad pasajera e intrascendente; en la que las nuevas generaciones presuponen que el mundo comenzó con ellos y que todo acontecimiento, pelicula, libro, obra anterior resulta irrelevante para sus intereses. El esfuerzo es cosa de la prehistoria del “clic” que lo consigue todo. Los fines no logrados al instante generan traumas irrecuperables. El filtro crematista de mercado impuesto por los editores de décadas pasadas a la publicación de libros de autores noveles ha desaparecido en aras de una autopublicación masiva sin filtros llevando a un situación en la que viene a existir un solo lector para cada libro: su propio autor. Recuerda aquel episodio de Dostoyevskii en un club de autores de San Petersburgo en el que todos esperaban con ansiedad la prensa de la mañana y, llegados los periódicos del día, cada uno se lanzaba a leer su propio artículo. ¡Puro narcisismo lector!

¿Qué lugar le queda al sabio, esto es, al docto ignorante, al educador, al lector y autor comprometido, al buscador del conocimiento en una era como ésta en que las leyes, la política, los acontecimientos mundiales... conspiran abiertamente para la proliferación de una población acrítica y manipulable? ¿Con quién debatir nutritivamente sin caer en el conflicto fanático, en qué comunidad de intelectos inquietos fructificar, con quién comunicar sin caer en la superficialidad y densidad de espíritu? ¿Qué hacer de sí mismo? Éstas son preguntas legítimas en una era y en una (in)cultura como la nuestra.

Entre el dictamen del hexagrama 12 del I Ching (“hombres malignos no favorecen la perseverancia del noble. Lo grande se va, llega lo pequeño... El noble se retira, refugiándose en su valer interior con el fin de eludir dificultades”) y la postura opuesta de Sócrates, que en plena efervescencia de la sofística, se planta en la puerta de la ciudad e interpela a sus conciudadanos preguntándoles qué es la virtud, la belleza, el amor, de dónde viene el mundo, el hombre... forzándolos a ese esfuerzo mayéutico de parir ideas, debe de existir una opción que no lleve a la ermita en el Himalaya ni a la cicuta bajo la acusación de corromper a las masas... Si alguien la conoce, soy todo oídos.