Crónicas del Ecce Homo

De Remedios e Irremediabilidades

Cuando te operan, pues te operan. No hay otra. Es porque has llegado a un punto en que existir es mucho más insoportable de lo habitual, tanto… que la serie de degradantes humillaciones que te esperan en el hospital te parece más llevadera que seguir como estás. En mi propio y reciente caso, la experiencia de mis tres días en la Clínica del Remei dan para escribir una tragicomedia y, animado por la catarsis que me promete semejante lance literario, a ello me pongo en estos días del fottuto far niente de la recuperación postop en territorio doméstico.

En esta ocasión del miserable estado de mi cadera derecha, el hospital era el mismo que me alojó durante el proceso que siguió al miserable estado de mi cadera izquierda, pero con los protocolos burrocráticos extremados hasta el absurdo. El proceso de admisión nos llevó, a Iris y a mí, dos insoportables horas. Por lo visto faltaban pruebas imprescindibles de las que nadie nos había informado. La culpa, decían ellos, la tenía el cirujano por no darnos todos los detalles. La culpa, decía yo, la tenía la clínica por no darme un protocolo de admisión coherente en vez de tener a Iris un cuarto de hora al teléfono explicándole el adelanto a transferir, cómo y cuándo hacerlo, cómo y cuándo mandar el comprobante, y no contestar al envío de dicho comprobante con un: “Recibido. Mire, ahora esto es lo que tienen que hacer…” O en fin, no vayamos a exigir a esta gente incluso corrección ortográfica. Bastaba con: “Rezivido. Hoiga, aora ponganse con eztas questiones y personifikense aki a tal hora.” O lo mismo pero en quechua, dada la cantidad de indias andinas jugando a enfermeras en el dichoso lugar.

Una de las pruebas así llamadas imprescindibles era “la entrevihhhta con el anehhhtesihhhta.” Bueno, él era la, lo que no me genera ningún tipo de prejuicio especial, ni siquiera general, sólo que el él del quirófano sí era él y, dado el flujo de información que había en la clínica (esto es, fluxus interruptus) no creo que la la de la entrevihhhta y el él del quirófano llegasen a cruzarse siquiera los buenos días.

Cosas esenciales que en la era de las reuniones telemáticas y el (creciente) distanciamiento social sólo pueden preguntarse in presentia: (a) ¿cuánto mide? (b) ¿cuánto pesa? (c) ¿qué edad tiene?, (d) ¿qué otras operaciones ha sufrido? Y luego, una larga serie de explicaciones sobre todo lo que me iban a hacer y cómo me lo iban a hacer en el quirófano que finalmente no coincidió para nada con lo que me hicieron y cómo me lo hicieron. Okay dokey… Cuando creo que la anehhtesihhta y yo estamos empezando a formar un vínculo digamos afectivo, con paso del usted al tú y leve descenso de su versión clínica del velo islámico por debajo de la nariz… final abrupto sin un continuará y paso a la otra prueba esencial: la de antígenos. Por suerte nadie me preguntó si estaba vacunado; si no, aún estoy esperando turno… En esta ocasión, el mito de que cuando interactuas con otro “ser humano” capaz de bipedación y palabra articulada lo estás haciendo con un ser racional jugó a mi favor y todos dieron por sentado que un tipo de 63 años se habría vacunado en el turno que le tocaba. ¿Cómo iba a ser de otro modo en el puto hormiguero en que vivimos? ¡Pues no! O no soy racional, o bien eso de ser racional no es actuar con la racionalidad que este colectivo irracional asume que es lo racional. Sea como sea, parece que no represento un peligro inmediato para dicho colectivo —virológicamente hablando— y por fin soy admitido en la sacrosanta institución.

Nueva dificultad: el cirujano me había dicho que la operación era a las cuatro, pero la clínica, siendo día 15 había decidido que la hora tenía que ser también las 15... por eso de la economía neuronal y por facilitar el tránsito sináptico, que allí sufre muchos, grandes, demasiados atascos. ¡Culpa del cirujano por no operarme el 16 a las 16, claro! Total que Fernando, el cirujano, que es una de las personas más encantadoras que conozco, y que opera desde el rey Juan Carlos hasta Julio Iglesias, pasando por potentados iraníes y payasos televisivos a lo Bertín Osborne, cogió el coche a toda prisa (me imagino el trueno de vehículo que tendrá) y al estilo del Dr. Strange en la primera película de la serie, con peligro de su vida... y de la mía... acudió en mi socorro. Por suerte y a diferencia de Strange, Fernando no acabó en el Tíbet haciendo viajes astrales, sino en el quirófano, donde debía estar, cortando por aquí, dislocando por allá, amputando esto, insertando aquello y dejándome una cadera destinada a ser la envidia de todos mis huesos y una de las dos cosas con las que no podrá ni el horno de cremación. Vamos, una verdadera reliquia para los tiempos venideros cuando por fin la humanidad me reconozca como lo que soy en realidad: el Avatar de la Estolidez, el Mesías de la Estulticia... lo cual no es tan malo como parece a primera vista porque, si ya a día de hoy nadie entiende lo de la “estolidez/estulticia”, y ni siquiera sabe que son perfectos sinónimos..., no te digo nada dentro de cien años cuando internet acabe de tener todo su efecto desneuronizador en la especie postexhumana.

En fin, ya en mi habitación de la Clínica XXX llega la noche. Aún no sé que tengo los dos hombros medio dislocados, gracias, probablemente, a las manipulaciones de los enfermeros en el quirófano. Mi brazo izquierdo grita: “Et tu, Bel! ¡He aquí otro yonqui!”, con un morado que cubre toda la parte interna de la articulación, cruzado por una vena hinchada y más picoteada que la punta de la lengua del vocalista de The Doors. Si intento moverme, me estrangulo con los tubos que pasan de izquierda a derecha de la cama: de la vía intravenosa de la muñeca izquierda salen tres tubos, conectados a dos bolsas antibióticas y una de analgésicos; de la vía del antebrazo derecho, otro tubo, para una bolsa de vaya-usted-a-saber-qué; de la pierna izquierda, otro tubo, a una bolsa de drenaje de la herida. En fin, que es fácil que los tubos acaben apretándoseme alrededor del cuello, si no me resigno a un supino perlático (otro palabro, por cierto, que no tiene nada que ver con las perlas y que se va a tomar por el culo). 

Bien, y ahora empieza lo que va a ser la aventura mental y la proeza física más grande de los próximos días: MEAR: no el acrónimo de Mi Estado de Armonía Renaciente, sino ese verbo malsonante y maloliente: MEAR. La enfermera nocturna es una gordita sexy con una bonita melena y una cara que quizá sea interesante detrás de la mascarilla. Pero ella es implacable, una talibán del velo clínico, una zelote del protocolo, un engendro inquisitorial... Mahoma no podría estar más orgulloso de ella, Torquemada la llamaría “hija queridísima en la Fe”, Adolf Hitler la tendría en más alta consideración que a Leni Riefenstahl... Viene y me dice: “¿Has hecho pipí, Rey?” Rey me llamaba mi tata y de pronto tengo como un sobresalto entrañable pensando que estoy en las mejores manos de mi infancia. Además es local, no una machupichu, y habla castellano... ¡Qué coño! Habla ESPAÑOL, la lengua del puto Imperio Solar de los Derechos Humanos, como dicen mis amigos de VOX (¡Santiago, cierra España!)... Pero todos estos buenos presagios quedan en nada porque, ¡hostia!, no he hecho pipí. Y además no me he puesto la mascarilla cuando ha entrado la gordita sexy llamándome Rey. Así que dice, cambiando el tono: “Cuando entremos en contacto, póngase la mascarilla.” Yo pensando, pero ¿qué contacto? Si lo hubiera sabido, sí que me habría hecho pipí de verdad...

La cuestión es que soy el sujeto más piss-shy que uno pueda encontrarse... y eso desde pequeño, no por razón de una próstata mustia. No puedo mear en compañía (imposible hacerlo en esos urinarios masculinos proximales y menos con un tipo alto al lado que puede mirar lo que le dé la gana desde su altura de atalaya), no puedo oír ningún ruido que me despiste (pero imprescindible el del fluir del agua y los cantos sirénidos) y sobre todo he de hacerlo de pie porque un hombre mea y muere de pie, ni echado, ni sentado, ni de rodillas...

Así que le pregunto a la gordita sexy que ha dejado de llamarme Rey si sería posible intentarlo erecto (no pun intended!). Cierto que, a pesar de mi deshilachamiento mental del momento, yo mismo soy consciente al hacer la pregunta de que no tengo ni idea de cómo negociar la telaraña de tubos que me envuelve. Pero el orgullo de Mahoma, la hija en la Fe de Torquemada, la preferida de Hitler me responde secamente que “Ésa (o sea, echado y con la botellita entre las piernas) es la única opción posible”. Y lo dice con finalidad epifánica, con dogmatismo bíblico, con irrefutabilidad nacionalsocialista; con la voz Sensurround de la zarza ardiente, el clamor recriminante del profeta Isaías, la dicción hipnótica del serpentino Göbbels. Y como “la única opción posible” es mi opción imposible decide sondarme y me explica: “Le pondré un anestésico en todo el meato urinario para rebajar el dolor (¡ya me está doliendo!), se lo extenderé bien y luego le introduciré esta sonda pequeñita (la debe estar mirando con binoculares al revés porque yo la veo Anaconda-size) hasta la vejiga para que drene todo el líquido.” ¡Hostia!... ¿y qué vendrá después, la circuncisión ex tempore, sajarme el frenillo con un floreo de bisturí, la impía emasculación? En mis peores pesadillas me veo ya cantando ópera con los castrati: que te corten los huevos... ¡vaya tela!, pero encima ponte a hacer gallitos en medio del Rigoletto. Y menos mal que la personaja en cuestión no es una alienígena xenomorfa; si no, me veo abducido y con la sonda anal puesta hasta el fin de los días.

Sea como sea, flipo con el poder del lenguaje, con su capacidad para manipular la realidad, en este caso deserotizarla por completo. Imagínate que me dice: “Voy a cogerte la polla, Rey, a ponerte esta cremita y a tenértela agarrada hasta que haga todo su efecto. Luego te meto esto por el agujero y me espero a que eyacules toda tu lluvia dorada para mí.” Una realidad totalmente distinta y no sólo lingüística, sino también emocional y hasta fisiológica: en el primer caso estamos en el Big Crunch; en el segundo, en el Big Bang; contracción universal versus expansión galáctica; pellejo atemorizado reducido a proporciones subatómicas versus mástil audaz (¡no exageremos!) lanzado a nuevas aventuras en la noche sexy de las batas blancas. 

En fin, que pasa lo que tiene que pasar: todo muy clínico. Lo doloroso, lo humillante, lo traumático... es cómo la bruja me agarra y me estruja el meato urinario, esto es, la polla, después de ponerme el anestésico frío en toda la extensión del glande. Con qué distancia, con qué desprecio, con qué asco incluso... El reptar de la sonda-anaconda hasta las amígdalas es casi un alivio después de eso. ¿Podré recuperarme algún día, tras extensa terapia con un panel de psicólogos freudianos? ¿Queda alguna esperanza todavía para mi perversa líbido? ¿Lograré siquiera volver a mear con chorro único y controlado en lugar de hacerlo en todas las direcciones de la brújula y alguna más? Después de mi madre, de una larga genealogía de brujas menores y de la Bruja talibán, ¿existen posibilidades de retornar del universo subatómico de los teeny-winnies al mundo de las mingas macroscópicas? Ahora es cuando creo haber visto la leyenda bajo el nombre de la clínica a la entrada del lugar: Lasciate ogni speranza di farlo alzare, voi ch’entrate.

Y por cierto que vaciarse la vejiga vía sonda es relajante, pero triste. Es el descafeináo de las meadas, el tofu de los pipíes, el mosto de los orines... Es mear sin ese alivio placentero que da el paso gradual del fluido desde el límite de la inflación vejigal al nirvana de la desecación final a través de... ¡buffffff!... ese canalillo uretral que transforma la avalancha en concentrado surtidor y que sí se llama “meato urinario”, sin que ello legitime —pars pro toto— insultar a la noble polla con semejante término de la plebe hospitalaria.

Pero con el turno de la mañana llega una enfermera más “elástica”. Morenita, con el pelo a lo Cleopatra, delgadita, pequeñita, coquetona, con voz cariñosa, me llama de tú y pasa de que me ponga la mascarilla... quizá porque no pretende, de buenas a primeras, como la Bruja, que “entremos en contacto”. Eso sí, vuelve a preguntarme por el pipí. Nadie había mostrado tanto interés por mi pipí desde que me lo hacía en la cama... lo que contradice todo lo dicho anteriormente acerca de mi pipilogía; pero ya se sabe que uno, cuando duerme, no es uno mismo, sino un no-mismo múltiple, con muchas ambigüedades y contradicciones, algunas de ellas hasta criminales o pecaminosas. Sea como sea, le confieso mi mea culpa, le doy la notitia criminis, y para mi sorpresa Cleopatra está abierta a que me erija, me aguante en el andador, me ponga la botellita donde toque y lo intente en lo que resulta que era, contra maleficam, una opción bien posible. Y ya la ves gestionando la maraña de tubos para que el postrado se ponga en pie sin estrangularse. Ningún hermeneuta habría resuelto las intricaciones de la Cábala con semejante destreza. Verla actuar es enorgullecerse de la creatividad del ser humano, del género hembra, de la dinastía ptolemaica egipcia... El resultado es épico: ¡el caído se ha puesto en pie! Voce magna clamavit Lazare veni foras y Lázaro se levantó... y orinó.

¡Baahhh, todo hay que decirlo: cuatro putas gotas!

Cleo no acabó de entender la trascendencia de la apertura del grifo, modesta sí, miserable sí, tacaña en efecto... pero apertura, al fin y al cabo, que a mi modo de ver preludiaba inundaciones como las crecidas del Nilo en los siete años de vacas gordas de los sueños faraónicos interpretados por José. Que Cleo no conociera la historia de su piramidal cultura me deprimió. Lanzó su mano pequeñita y morenita contra mi abdomen, arrancándome un ¡Au!, para convencerme de que mi vejiga seguía llena y reiteró las amenazas de sonda, si no ponía en su sitio a mi díscolo sistema orinador. Pedí una segunda oportunidad ante el pavor de repetir la humillante experiencia y en esta ocasión nada menos que con todo una faraona. Su Majestad me la otorgó y en la segunda andanada el grifo fue más generoso propiciando una meada, no diré copiosa, pero sí digna, no abundante, pero sí reparadora. Cleo frunció el ceño, pero la dio por buena... y la atesoró en un recipiente que quedó en el baño y que con el paso de las horas nos iría regalando un olor cada vez más “electrificante”.

Cuando Fernando, el cirujano, vino a verme la tarde del sábado, me dijo que tenía a toda la planta pendiente del “tipo que no sabe mear echado”, lo cual quizá fuera un poco de aliñada exageración argentina, porque Fernando es alemán, argentino y español, por este orden. Así que hay mucho que nos une, aparte de la edad: padre militar, cultura alemana y un cierto amor-odio por las viejas autarquías. Sea como sea, vino y me alegró la tarde con un montón de anécdotas divertidísimas de las que no recuerdo ni una sola... tan otro era mi estado de subconsciencia. Cuando la operación de la cadera izquierda me había dicho que me iba a poner el “Lamborghiiiiiini de lahhh prótesihhhh” (pronúnciese con marcado acento rioplatense). En esta ocasión me dijo que me había puesto “no el Ferraaaaari, sino el Reeeed Bull de la Fóóóóóórmula 11111111 (o sea uuuuuuuno)”. (¿Será que Red Bull hace coches también? Ni folla...) Así que ya ves que parque móvil llevo puesto en las ingles... Y ¡pardiez, qué poco aprovechado...!

Noche de sábado. No he podido probar bocado en todo el día y tengo la tripa hinchada como una embarazada. ¡Qué asco, macho, soy mi propia versión de una perica preñada! ¡Qué me habrá metido la Maléfica por ahí además de la sonda! Estoy por parir un linaje entero de íncubos y de súcubos... Los líquidos siguen bajando de las bolsas por los tubos clínicos pero aún no fluyen por la tubería correspondiente con la generosidad debida. Mas esa noche... ¡ah, esa noche!... La enfermera de turno no es la Bruja, tampoco mi reina egipcia, pero tiene algo de princesa inca en miniatura: simpática, redondisexy, pelo largo y liso, negro como la noche, acento machupichu con tonos cálidos y sabor a cardamomo (no sé qué coño es el cardamomo, pero la escuchaba y venía esta palabra a mi deslavazada mente), me llama “cariño” y no me exije mascarilla... Vamos, el mismísimo Cielo. Me da una pastilla para dormir y luego, como arrepintiéndose del efecto que pueda causarme, viene a ver a su cariño del orden de tres veces por hora: me cambia los sueros, me toma las constantes, se lleva las bolsas exhaustas, me toma las constantes, viene, ve, se da por vencida, me toma las constantes y, ¡por fin!, me pregunta por mi pipí. Yo me he estado incorporando una barbaridad de veces —a lo que ayuda la desaparición (provisional) del tubo del brazo derecho— y, con Iris montando guardia en la puerta, el grifo del baño abierto y otros sonidos acuáticos, he ido de crecida en crecida, pudiendo ofrecerle a la princesa inca en miniatura una verdadera crátera rebosante de poción urinaria, cálida y humosa, de penetrante aroma, que la redondisexy acepta con cara de plena satisfacción... o eso quiero creer que ocurre tras el velo clínico.

El domingo es más contradictorio. Por la mañana estoy más o menos bien. Vuelve Fernando (¡menudo finde le estoy dando!), me desconecta la bolsa de drenaje de la herida asistido por la Bruja —que delante del “Doctor” es la mismísima Miss Conviviality y no se atreve ni a exigirme la mascarilla aunque vamos a “entrar en contacto” y no veas cómo—, me cuenta historias, me desconecta de los tubos, me explica con todo lujo de detalles lo que me ha hecho, me lleva de paseo por el pasillo recordándome el uso de las muletas, y deja firmados todos los papeles necesarios para el alta del día siguiente. ¡Qué gran tipo, mi Fernando! Eso sí, no consigo probar bocado en toda la jornada. El linaje de íncubos y súcubos en mi vientre sigue en aumento. Me sube la fiebre y se descompensa la tensión de una manera que no hay modo racional de decir cuál es la máxima y cuál la mínima: es un caso flagrante de escalas cruzadas. Temo que se pasen el alta por el forro la mañana del lunes. Me reconectan todos los tubos. Nuevas acrobacias para erigirme en fuente de Orinoco. En algún momento entra una enfermera veterana acompañada de acólita y me pregunta, con el acento local de Mordor, si es que ya no estoy guardando mi oro líquido. ¡Ni que tuviera en el baño una bodega para dejar envejecer mis orines! Obviamente lo hemos tirado todo al váter a efectos de higiene. Le digo que no y se va compungida. Pienso ¡Ay!, ¿me darán el alta después de todo?

Iris y yo hacemos una pequeña trampa: me hincho de un antipirético homeopático y en unas pocas horas consigo volver al punto de la sanguine hominis sani que le sirvio al viejo Daniel Gabriel Fahrenheit para darnos por el culo a todos inventándose una escala térmica que no tiene otra función —existiendo la Celsius y la Kelvin— que añadir dos cosas más al catálogo de estupideces de las que nos sentimos culpables por ignorar. Y digo dos, no una, porque luego vino Macquorn Rankine —que tiene nombre de minion de Sarumán— y decidió, apud Kelvin, crear todavía otra escala térmica: ésta absoluta, pero basada en grados Fahrenheit...

¿Dónde he ido a parar, Dios mío? Estoy peor de lo que pensaba... Sea como sea, pasar de la crítica del hospital a la del termómetro tampoco es tan extravagante, ¿no?

La noche del sábado al domingo fue una de ésas en las que el tiempo no pasa, en las que te toca un tiempo que o bien no se ha leído a Einstein o bien se lo ha leído demasiado bien y se ha tomado muy en serio la relación de la lentitud de su ritmo con la intensidad de la fuerza gravitatoria. Y es que yo yacía en mi cama a 5G. Pegado a ella, atascado en una misma posición, irremisiblemente atorado mientras mi espalda, pierna, entrañas, hombros, gritaban cada uno su versión del dolor. Porque era una noche de gritos. La princesa inca en miniatura gritaba por los pasillos con voz de serpiente emplumada perseguida por el cóndor recriminando no sé qué historias a una tal Sonia/Soniita, o hablaba por teléfono con chillido de ave del paraíso andino, o gritaba el resto del panel de enfermeras mientras arrastraban carros de aquí para allá y de allá para acá. En fin, para no pegar ojo y no soltar oído.

Pero llegó la tan deseada mañana del alta. No voy a confesar que por la noche me ha subido la fiebre otra vez, que tengo unas náuseas de muerte, que después de 48 horas sin alimento estoy más flácido que mi meato urinario después de recibir este nombre, que es posible que me desmaye si intento levantarme... Fernando llama a Iris por teléfono y yo dirijo todas sus respuestas con elocuentes gestos: que cómo estoy, thumbs up: de puta madre; qué tal la noche, okay: todo genial; que si he desayunado, gesto de atragantarse: como un glotón... Y así... Pobre Iris: si alguna vez ha mentido en la vida, ha sido siempre por inducción mía. Soy de lo peor, y ella una Santa.

A las 8 mi Santa baja a recepción para iniciar el proceso de salida. Yo lo tengo muy poco claro y empiezo a elaborar estrategias para largarme de allí sí o sí, con permiso o con maldiciones. Cuando la tipa de recepción oye lo del “alta” interrumpe de inmediato a Iris con un “¡Ahhhh, nooo, yo no tengo ningún papel de ésos! ¿Cómo dice que se llama el doctor?” Coño, como si fuera tan fácil pronunciar Kirchner van Gelderen para el que no habla alemán... Y ese “¡Ahhh, nooo...!”, que es la forma en que la trabajadora que odia su trabajo se pone en helping mode de cara al cliente... mira que me toca los huevos. Total, que el puto papel estaba en la planta, en ese cubículo que tienen las gritonas diurnas y nocturnas como centro neurálgico de todo su imperio. Bueno, Santa Iris retorna a planta y pide educadamente el papel de mierda y, por supuesto, “No se lo podemos dar. Hemos de llevárselo a la habitación.” Así que son las 9, yo afeitado, vestido con un chandal que en la pierna derecha (la operada) pone Next Stop Vallhalla (¡qué razón tiene!), haciendo ver que me encuentro de rositas mientras cuento todos los latidos del corazón que en lugar de hacer bip hacen pshhh... y allí esperando. Llegan las 9.30. Santa Iris vuelve al cubículo a reclamar el papel. Dicen que en 5 minutos... Pasan 15, llegan los 20, a los 25 aparecen dos criajas vestidas de blanco que quizá sean monas detrás del velo. Rubia y morena, a efectos de diversidad, y monas en los dos sentidos del término: guapillas y primates poco espabilados. Me dan el papel firmado por Fernando, que es como para limpiarse el culo, y me hacen firmar otro papelucho atestiguando que he recibido el papel de mierda. Me dicen que espere, que ahora vendrán a quitarme la vía del brazo derecho, que no podía retirarse hasta este preciso momento, con un puto papel entregado y otro puto papel firmado.

Con el alta en mano, Santa Iris vuelve a recepción para hacer la larga cola administrativa. Yo estoy por quitarme la vía cuando entra la mona rubia y me la retira con encomiable torpeza. Son cerca de las 11 cuando atienden a Iris. Resulta que hemos de pagar 160€ más, aparte de los 3.850 ya adelantados, sólo por la clínica: ni cirujía, ni quirófano, ni test de antígenos, ni prótesis... Iris pregunta si le pueden desglosar la cantidad en sus ítems correspondientes. La administradora le señala otra cola monumental y le responde que eso deberá hacerlo “su compañera”. Iris es santa, pero no tanto, así que pasamos del desglose y asumimos los 160€ como el impuesto de salida que pagas en los aeropuertos de las autarquías tercermundistas cuando por fin te largas del inmundo lugar. Así que tres horas después de empezar las gestiones pudimos por fin abandonar el hospital de marras. Y aquí termina la triste historia de lo que empezó mal, acabó peor y continuó a trancas y barrancas pero en casa.