Literaturas

Mística Ludopatía

Con una buena dosis de osadía y una cuota no menor de ingenuidad, me traje de uno de mis viajes a la India allá por los 90 los diecinueve tomos del Mahābhārata en sánscrito. Vinieron en una bolsa amarilla de resistente goma impermeable que yo tenía para los aparejos de buceo, llenándola por completo, y la azafata me miró con gabacho-remilgado espanto cuando me vio entrar en el avión con aquel fardo en bandolera que apenas me permitía caminar por el estrecho pasillo entre los asientos del Boeing 747 de Air France.

Acarrear aquella monstruosidad literaria y gravitatoria valía la pena, pensaba yo. Un día no lejano sería capaz de leerla y traducirla, pensaba yo... Al fin y al cabo había aprendido a leer el Antiguo Testamento en hebreo clásico, había traducido tablillas del acadio, asirio y ugarítico, y devoraba a Dostoyevskii en ruso... por hablar de unas pocas lenguas exóticas. Incluso había sido capaz de leer el Bhagavad Gita en la edición de Swami Chidbhavananda... aunque esta “hazaña” venía, por decirlo así, con “trampa”, tal como queda expresada en el subtítulo de la obra: Original Stanzas — Split up Reading — Transliteration — Word for Word Translation — a Lucid English Rendering and Commentary.

Era la misma osadía que me había llevado años antes a comprar las obras completas de Shankaracharya en lengua original... porque, para decirlo claro, si Hegel y Mallarmé hubiesen tenido un hijo juntos que en lugar de escribir en inextricable alemán o hermético francés lo hubiese hecho en enmarañado sánscrito, el nivel de dificultad habría sido similar al del viejo maestro indio.

Pero, en fin, resumiendo la historia... mis estudios de sáncrito no prosperaron como yo esperaba y el Mahābhārata quedó aparcado en una de las estanterías de mi biblioteca, que todavía decora y desde la que me reprocha mi infidelidad filológica.
 

Mahabharata en sánscrito

Sea como sea, estas líneas no van de mis dificultades con la lengua, sino con la narrativa de la monumental y proliferante épica atribuida a Vyasa, que yo había leído ya en la traducción al inglés de Kisari Mohan Ganguli. Leí posteriormente también —y tuve el honor de traducir y publicar— los tres volúmenes con los que Maggi Lidchi-Grassi, discípula de Sri Aurobindo, novelizó el relato nuclear del colosal poema. The Battle of Kurukshetra, The Legs of the Tortoise y The Great Golden Sacrifice of the Mahabharata se centran en el conflicto entre las dos ramas dinásticas —Kauravas y Pandavas— que aspiran al dominio del subcontinente asiático, dejando de lado todo el resto de historias contenidas en los más de 200.000 versos de la obra (si los estudiosos los han contado bien, cosa que yo no he hecho ni pienso hacer), que vienen a ser como el Paradise Lost de Milton multiplicado por veinte.

Y ahí está precisamente mi dificultad, en el episodio que desencadena toda la bilis del conflicto destinado a terminar, al cabo de los años, en la cruzada del Kurukshetra, con la aniquilación de decenas de miles de beligerantes leales a uno u otro de los bandos consanguíneos que aspiran a la posesión del reino.

Porque la primera contienda no ocurre en un campo de batalla con carros y elefantes y caballos y arqueros y aguerrida infantería y místicos guerreros que manejan sus armas por el poder del mantra, sino en una mesa de juego. Y es ahí donde Yudhishthira, el presunto Dharmaraj o rey justo, y su primo Duryodhana, el pérfido oponente, se juegan el destino a los dados. Éste último no lo hace directamente, sino a través de su artero tío Sakhuni, con dados trucados, y resulta lamentable ver al mayor de los Pandavas perder, apuesta tras compulsiva, obsesiva, demencial apuesta, todas sus riquezas: perlas encastadas en oro, oro y plata inexhaustibles, cien mil esclavas jóvenes adornadas con brazaletes de oro, miles de servidores vestidos de seda especializados en atender invitados, mil elefantes de colmillos largos y gruesos como arados, mil carros con postes y asta de oro y caballos bien entrenados, potros de las mejores estirpes, diez mil carretas tiradas por animales de razas incomparables... Resulta patético verle perder territorios y, en última instancia, a sus hermanos, a su mujer y hasta a sí mismo, derivando todo ello en un exilio de doce años más uno de peligro y ocultamiento...

¿Y este insano ludópata es el modelo de humanidad destinado por el dios Krishna a instaurar en toda la India, en la mística Bharata, un reino de justicia y armonía?, se pregunta, perplejo, el lector en semejante despeñadero de la épica.

Cuando le pregunté a Maggi Lidchi-Grassi cómo había que entender a este Yudhishthira, que en todo lo demás resulta un personaje impecable, si bien un tanto extraterrenal y desapegado, como si las cosas no fueran del todo con él, se quedó unos instantes sin respuesta. Era obvio que el pasaje no le chirriaba como a mí y nunca se había planteado semejante incongruencia, ni siquiera cuando novelizó el episodio. Finalmente decidió que quizá era una cuestión ligada al código de honor kshatriya de la época. Quizá... aunque la verdad es que no tenemos ni idea de en qué época tuvo lugar la lucha entre Kurus y Pandavas, no sabemos siquiera si se trata de un hecho histórico o no y no sabemos a ciencia cierta en qué consistía el código de honor de la casta guerrera de entonces..

Si somos capaces, sin embargo, de desligarnos de la dimensión puramente pragmática de las cosas, hay otro modo de entender y rescatar al personaje. 

En uno de sus más célebres poemas, Mallarmé escribió Un coup de dés jamais n’abolira le hasard; Yudhishthira representa la postura radicalmente opuesta: Una tirada de dados jamás abolirá el Destino. Por una parte, el primogénito de los Pandavas sabe que nada ocurre sin la voluntad de Brahma: no son los dados trucados de Sakhuni los que abolen el azar en este caso, sino el asentimiento de la Consciencia Suprema al curso que las cosas han tomado para la malhadada familia real. Y si los dioses no están de su parte en el juego, es porque no lo están en el resto de la existencia, así que hay que permitirles que se manifiesten hasta las últimas consecuencias, hasta la última apuesta posible. 

Por la otra parte, Yudhishthira se comporta como si se hubiese leído ya toda la historia del conflicto o, mejor incluso, como si él mismo fuese su guionista. Al igual que Cristo necesita ponerse en manos de Judas para cumplir su misión redentora, Yudhishthira debe caer en las redes de Duryodhana para que se ponga en evidencia toda la perfidia de los Kauravas y de ahí derive la purificación de Bharata, la tierra de los buscadores y portadores de conocimiento, en el gran holocausto final del Kurukshetra.

Quizá sea así... O quizá no y toda esta reflexión no sea otra cosa que un intento desesperado para salvar de la incongruencia una narrativa que, por sus muchos y muy variados valores, merece sin duda ser salvada.