Mishima: Peligro y Fascinación
I
(Un rodeo hacia la vida)
Que la muerte debe ser el primer acto de la vida (esta paradoja esencial) es ya una sabiduría antigua y consagrada. La intuyeron y la legaron las más arcaicas culturas, aquéllas, paleolíticas probablemente, que fundaron ritos ferales para el paso de la adolescencia a la madurez cuyo núcleo era la muerte iniciática. Quien no ha muerto... quien no ha muerto en un acto voluntario, parece sugerir esa filosofía mistérica, no puede apreciar la vida, no puede apurarla, apurarla hasta la última gota del vigor, no puede amarla. Si la función práctica del núcleo de los ritos de iniciación es emparentar al sujeto con el pánico, es porque quien ha enfrentado el horror de la propia aniquilación ya no necesita vivir huyendo de la idea de que, inexorablemente, camina hacia el morir; no necesita huir de la vida... pues la vida es sucesión de instantes en los que acecha la destrucción. El precio de vivir con obcecación de espaldas a la muerte, circunstancia ante todo moderna y occidental, es el vacío. Aunque nos resistamos a reconocerlo negando emocionalmente la mortalidad, nuestra cultura ha conseguido lo que parecía imposible: trasplantar a la vida el vacío de la muerte. La sensación de realidad (la proximidad sensitiva y emocional al mundo) surge sólo quizás de un diálogo ininterrumpido de los contrarios supremos: vida y muerte, placer y dolor. El miedo a la inmortalidad de un Borges es horror al vacío.
Mishima, hombre amplia y contradictoriamente occidentalizado, se contagió de ese nihilismo moderno: la experiencia de irrealidad. John Nathan, el más entrañable de sus biógrafos occidentales, sugiere que su narcisismo era la consecuencia manifiesta de la necesidad de sentirse existir. Por alguna senda que quizá algún día descubramos, Mishima accedió a (comprendió carnalmente) esa sabiduría arcaica que intrincaba muerte y vida. Voluntariamente olvidaré el componente necrófilo (en el sentido que Fromm confiere a este término) de su estructura de carácter. Mishima se entregó biófilamente (por un deseo de ser, de sentirse vivo, real) al ensayo de morir. Mishima murió de muchos modos: murió en sus personajes de novela, representó su muerte en el teatro, en el cine, murió en un libro de fotografías que multiplicaban de modo infinito y morboso las posibilidades estéticas de la tortura y la destrucción. No me resisto a creer que había en él un impulso primario, secreto y sutil a la resurrección constante.
El veinticinco de Noviembre de 1970, poseído y fascinado acaso por la estética del martirio, Mishima completaba su rodeo hacia la vida con un seppuku ritual. A través de una violenta cesárea, surgían sus vísceras como hijo expósito.
II
(Un rodeo hacia la acción)
Poco antes de ofrecer su vientre a la daga, Mishima organizó en unos famosos almacenes de Tokio una exposición sobre sí mismo, sobre lo que había sido o había creído ser. Clasificó el material de que disponía en cuatro secciones que bautizó “ríos”. De esos cuatro ríos me interesan, fundamentalmente, dos: el río de la literatura (no incluía en él su actividad como dramaturgo) y el río de la acción. Los cuatro ríos desembocaban, anunció Mishima, en El Mar de la Fertilidad, su última obra, la más ambiciosa, su tetralogía. Lo cierto es que los dos ríos mencionados fluían ajenos el uno al otro, independientemente de que el nombre de su agonía fuese el mismo: Mar de la Fertilidad (el título fue una de sus ironías últimas y geniales). Esta clasificación ponía de manifiesto un dilema esencial (Mishima no era, por supuesto, el único ni tan siquiera el primero en exponerlo, pero sí el que lo culminó de modo más desgarrador): actuar o escribir. Proponer una dicotomía semejante es relegar la literatura a una actividad de segundo grado o acaso no considerarla en absoluto acción sino pasión. Para Mishima acción sólo podía ser la transformación orientada del medio exterior (el Japón) para el renacimiento de la sensibilidad y espiritualidad samurái que él, el literato, el hombre de pasión, entendía sobrehumanas. Con seguridad Mishima comprendía la inteligencia sutil inherente al hecho de transformar al guerrero en poeta. El poeta es menos peligroso para la comunidad y aun para sí mismo (de nuevo el dilema borgiano de ser San Isidoro de Sevilla o Harold Hardrada). El poeta puede conmover (movere), exaltar, azuzar, pero cuando su mensaje es profundo, auténticamente transformador, resulta un misterio inaccesible a la mayoría y, cuando superficial, es neutralizable, digerible, capitalizable, comercializable incluso, por el poder. La acción del literato es indirecta, el escritor es emasculable de muchos modos. La literatura, como el culturismo (Mishima se dedicaba a ambas actividades), es una especie de mística, el iniciado dedica la mayor parte de su energía a la autotransformación, a la perfección del medio interno. Acaso Mishima sintió esa mística como un crimen o como algo simplemente estéril, lo cierto es que descendió a los hombres (el Zaratustra nietzscheano era un hermoso precedente). En el cuartel general de las fuerzas armadas de defensa, las Jieitai (自衛隊) se entregó a una labor de apostolado guerrero rubricado con su sacrificio ritual.
Aunque la historia no habría de respetar su último deseo, insistió en que se le recordara no como escritor, sino como samurái.
III
(Un rodeo hacia la muerte)
Mishima, que buscó en la muerte una excusa para vivir, halló en la acción un pretexto para la muerte. Supo (necesariamente supo) que su acción era desesperada, apocalíptica. Acaso fue precisamente ello lo que le fascinó. Dejando de lado la idea de la acción por la acción que predicara en La Casa de Kiyoaki o de la Sabiduría como puente entre el arte y la vida, Mishima elaboró un apresurado sistema ideológico de connotaciones tradicionalistas donde enmarañó hasta lo inextricable los conceptos ‘emperador’, ‘cultura’, ‘tradición’, ‘ejército’, ‘amor’... En la ningen seigen (人間宣言, la declaración de la humanidad del emperador —en oposición a su anterior carácter divino— tras la derrota japonesa) Mishima halló un motivo épico para morir: porque un dios había caído en la compulsión de ser hombre, él incurrió en la tentación de ser un dios.