Mirar, de Nuevo
El ojo humano no ve el pájaro, ni el lienzo del cielo en el que el vuelo del ave traza su cifrada caligrafía: atrapado en el hábito ancestral de su mirada, el ojo registra sólo formas que otros ojos anteriores le han adiestrado a ver: fantasmales proyecciones de una Realidad que se le escapa: una Realidad recóndita no porque se oculte, sino porque su evidencia omnipresente nos la hace indistinguible.
El pez no ve el agua.
El pájaro no ve el aire.
El ojo humano no ve la Luz que hace posible su mirada y que vela las Formas que en el lienzo cotidiano se traducen en coros de fantasmas.
La prisión del ojo es el hábito, la inercia, la rutina, la falta de osadía...
Es ciego a lo nuevo, lo inaudito: se protege del vértigo que le causa reduciéndolo a la fácil geometría de lo conocido.
Siente pudor, vergüenza, hasta un regusto de pecado..., si es forzado a contemplar la desnudez de los seres, las cosas.
Se asusta, se atolondra, si la mente no puede sugerirle de inmediato una etiqueta para el objeto extravagante que contempla:
El ojo ve siempre pretéritos.
Pero ¿cómo liberarlo, cómo enseñarle a ver los insólitos panoramas que oculta el cortinaje familiar?
Observando el mundo bocabajo, quizá.
Vaciándolo de su memoria hasta dejarlo como el cuenco del mendigo, acaso.
Borrando las huellas que otras formas dejaron en su mirar: virginizándolo.
Pero recordándole, sobre todo, que esta vez, cada vez, MIRA por primera vez.