Demofalacia
La distorsión de la realidad empieza en el lenguaje. Ya lo dijo Kong Tse (alias Confucio) en alguna parte. No recuerdo dónde y, la verdad, no voy a perder el tiempo en recuperar la cita porque la cosa no es más ni menos verdadera por el hecho de que la formulara un chino casi prehistórico con nombre de mono gigante y apellido de mosca africana. Además mi mandarín ya no es lo que era y citar a Kong Tse en español es como tratar de freír un huevo en la palma de la mano.
La distorsión de la realidad empieza en las palabras porque éstas, como la propia realidad, son el lugar de consenso o de disenso de los seres pensantes... así como el grito y el mugido lo son de los proto-, pseudo-, semi- y malpensantes, que no sólo constituyen la mayoría de la especie humana sino que son precisamente los que le confieren su naturaleza virológica.
La realidad que distorsionan, o que torsionan, las palabras es la realidad consensuada ayer, esto es, antes del momento en que alguien decidiese forzar las palabras a decir cosas distintas de las que decían... y el rebaño balase en acuerdo. Cambiar solapadamente los significados de las palabras sin jubilar estas últimas tiene varias ventajas: entre ellas, las cosméticas... como la de crear la apariencia de estar en el lado correcto de la historia.
Pongamos un ejemplo de los más obvios, de los que pueden comprenderse hasta con un par de neuronas y una de ellas fundida: una vez consensuado a escala planetaria que la democracia es el novamás de los sistemas políticos, con el término históricamente avalado por la victoria de los países libres contra las autocracias en dos guerras mundiales (o así corre el mito obviando de qué lado estaban la Rusia zarista y la soviética), con la idea impuesta por el bloque civilizado a los países —digamos— ambivalentes como requisito imprescindible para formar parte del International Club of the Good Old Buddies, ¿quién no presumirá de demócrata? Los Führers y los Duces y Caudillos son hoy anatema. No es que no existan, es que (con la excepción de alguna aberración superviviente en forma de Amado Líder) prefieren títulos como el de presidente (sí, incluso con minúscula), vicepresidente, primer ministro, ministro de estado, secretario del partido... en otras tantas democracias en las que han sido elegidos por el 99,9% del voto popular. Que no se diga que el pueblo no es soberano porque, al fin y al cabo, de eso va la democracia, ¿no?, de demos.
Pueblo... he aquí otra de las palabras sacralizadas a día de hoy: es decir, vilmente prostituida. Está en boca de todos aunque nadie sabe exactamente lo que es semejante nebulosa, cuánto se extiende en el tiempo, en el espacio, en la raza, en los valores asumidos, en la ideología... Sólo sabemos que las sociedades están compuestas por facciones que se quieren echar unas a otras de las fronteras del concepto │Pueblo│ y que cuanto más democráticas se confiesan esas facciones más ahínco y más bilis ponen en su intención expeletiva. Sabemos, además, que este término nombra un colectivo descerebrado de millones de individuos con los que Sócrates no perdería el tiempo polemizando a las puertas de la urbe y con los que ni tú ni yo nos sentaríamos a tomar un café aunque un boddhisatva certificado nos garantizase incontables recompensas kármicas. Sabemos también que si todo un Pueblo desapareciese de la faz del planeta, se extinguirían con él miles —o cientos de miles, o millones...— de criminales, facinerosos, pederastas, bandidos, sociópatas, psicópatas, sádicos, maltratadores y maltratadoras (seamos inclusivos, al menos, allí donde más se requiere), canallas, timadores, carteristas, tarados, rufianes e hijo/as-de-puta de toda especie y la Tierra respiraría algo más aliviada... que es por lo que Yaveh aniquiló en el lapso de un hipo Sodoma y Gomorra, y luego la Creación entera con el primer gran cambio climático registrado por la literatura universal (¡que le vengan a Noé con la historia del ozono y del CO2!). Y sabemos final y alarmantemente que la dichosa palabra “Pueblo” no sirve a otro fin que el de legitimar el hecho de que millares de sujetos que apenas saben sumar dos y dos tomen decisiones críticas para el futuro —y a veces incluso el pasado— de la nación.
Y por dos y dos no me refiero a la aritmética de primaria, sino a las más simples manifestaciones de la ley de causalidad. Por eso los hay que, después de ayudar con su voto o abstención a que un payaso sin escrúpulos o una cretina sin formación ocupen los primeros puestos del gobierno, se sorprenden de que éstos se rodeen de otros bonobos como ellos y que, en la gestión del bienestar público, se comporten como los pitecantrópidos que son dando lugar a un malestar impúdico. Impúdico porque mientras los payasos y cretinas y bonobos y pitecantrópidos y HPs de toda índole controlen la narrativa España va bien, el que puede prometer y promete cumple, hay brotes verdes por todas partes, España nos roba, America is great again with a moron for president... Cervantes era catalán (que es por lo que pasó olímpicamente de una lengua periférica y escribió en el mejor castellano del Imperio) y la Tierra es tan plana tan plana tan plana que desde la ISS se ve hasta esférica por eso de las ilusiones ópticas y astroespejismos que, como todo dios sabe, se sufren en el espacio.
Controlar la narrativa no es otra cosa que hacer decir a las palabras lo que uno quiera que digan e hipnotizar con ellas a los que no suman dos y dos, que son Legión... y van en aumento porque su estrategia reproductiva (por esporas: como el moho, los helechos y los bodysnatchers) es mucho más exitosa, en medio de este sobrecalentamiento visceral global, que la de los que suman matrices y logaritmos. De ahí que la falsa democracia o demofalacia y el falso pueblo o demopiara constituyan un organismo simbiótico tanto más detestable cuanto más sacralizadas se hallan las voces que sirven para nombrar cada uno de los términos del binomio.
De la interacción entre los agentes de la demofalacia y la piara surge un consenso que titulamos corrección política. Un término bucal y glotalmente omnipresente en estos tiempos aciagos que está ahí para que la gente lo internalice —lo hemoglobinice, lo medulice, lo testiculice y lo esqueletice—, de modo que no sea necesario establecer una censura estatal (con sus abominables reminiscencias fascistoides) porque el rebaño ha asumido todo lo que representaba aquélla hasta el punto de no ser capaz de pensar ni de expresarse más allá de sus barrotes conceptuales. Porque, si la censura empieza por uno mismo, ¿quién pondrá en duda el espacio social de libertad? La autocensura es algo así como un bloqueante neuronal, una especie de agente narcótico, y es invisible... salvo por sus manifestaciones.
¿Cómo no preferir callarte cuando sabes que cualquier expresión tuya que huela a políticamente incorrecta va a incitar a un millar de hiperconectadas mentes zombis, sin otra cosa que hacer que patrullar farisaicamente la Datasfera, a insultarte, escupirte, difamarte, calumniarte e incluso amenazarte de muerte en todos los foros posibles del manicomio global supurado por las nuevas tecnologías en las ciénagas de Internetistán? Cuando el debate racional ha dado lugar al cruce de gorjeos y chirridos (twitters) adolescentes, si no de insultos, en el circo de la Red, hay que tener la presencia de ánimo de un domador de leones (aunque, en última instancia, trates con pulgas y gusanos) para entrar en liza; hay que tener la voz de un ángel del apocalipsis para hacerse oír contra la monumental cacofonía; y hay que tener una naturaleza mesiánica, de orden casi sobrehumano, para no acabar cayendo, uno también, al triste nivel de los charlatanes contendientes.
¿Qué falta hace el censor policial, si en esta democracia lobotomizada y memotrópica tres cuartos de la población han abandonado el intento de reflexión por la repetición cacatuesca de consignas elementales?, ¿si esa masa crítica es dada a creer que la profundidad del pensamiento y la razón consisten en el volumen de sus berridos y el ceño de sus hocicos? El censor policial aparece sólo a posteriori, como brazo armado de la demopiara, cuando alguno de los colectivos victimistas por razón de injurias sufridas en el pasado e infladas a escala mítica se siente insultado en su martiriología histórica e invoca el espectro del “crimen de odio” tildando de machista, fascista, racista, sexista, misógino, antisemita, islamófobo, homófobo, gerontófobo, gordófobo, adefesiófobo o esperpentófobo al que se ha permitido un comentario inocuo —o no tanto— entre amigos, olvidando que la privacidad es cosa de ayer... y que la cosa de hoy es el zoológico panóptico y panparanoico en el que habita.
Y así se consolida alrededor esta prisión intangible de la que Matrix es una perfecta metáfora. En las democracias imperfectas de ayer, éramos los eternos menores de edad. En la demofalacia circense de hoy somos presos ideológicos y no echamos de menos una libertad que, al parecer, ni siquiera sabíamos que existía en primer lugar: la del pensamiento crítico autónomo.