Crónicas del Ecce Homo

Azul Descartes

Azul Descartes. Azul cobarde. Porque hubo un tiempo en que el viejo René prometía tanto como el mismísimo Neo de Matrix e, intuyendo la irrealidad de todo este mecano al que llamamos Mundo, olisqueando su tufillo de esencial superchería, decidió pasar el vasto surtido de sus ideas, percepciones, presupuestos y cogitaciones por el alambique de la duda metódica. Hacía falta no poca valentía por aquel entonces para esta hazaña de alquimia intelectual y muestra de pensamiento independiente. A la gente la quemaban viva por cosas así... que se lo digan a Bruno, incinerado en Roma cuando René tenía cuatro años y andaba por ahí con tirabuzones contándose los deditos de una mano con rigor de precoz matemático.

Así que Descartes prometía, y se puso a dudar de todo lo que sus papás y abuelitos, y los pomposos curas, y los curas pederastas que le enseñaron catecismo mientras le tocaban la colita, y los curas mendaces, y hasta los buenos curas le habían contado; y dudó de los filósofos del presente y del pasado y hasta del pagano Aristóteles, más venerado por los eruditos cristianos que el mismo Cristo, que al fin y al cabo no dijo más que cuatro simplezas en arameo mal hablado y en forma de parábolas; y dudó de todo lo que veía y pensaba y sentía, movido por la encomiable intención de encontrar un cimiento inapelable sobre el que alzar el edificio diamantino de una filosofía de la Verdad. Fue el día en que llegó a la célebre fórmula del Je pens, donc je sui: Cogito, ergo sum: manzanazo filosófico comparable a la epifanía newtoniana. Y en medio de aquella Nada dejada por su duda, con el Mundo en la lejanía puesto en suspensión, René creyó haberse recuperado cuando menos a sí mismo: Pienso, luego soy, se repetía a sí mismo con gourmand delectación.

Si hubiese ido más al fondo, más allá de la experiencia reflexiva de uno mismo, Descartes habría percibido que uno no piensa, sino que se piensa en la corteza mental de uno mismo; que el pensar forma parte del “mecano”, que es en buena medida una acción preprogramada, aunque a veces, al decir de otro célebre gabacho, parezca una tirada de dados. Pero es igual, la cuestión es que, cuando estaba en aquello del Je pens, donc je sui —lema, por cierto, vastamente citado en el cine cienciaficcional sobre el tema de la realidad virtual y la virtualidad de la (aparente) realidad—, a René se le apareció Morpheo (no el dios griego del sueño, por supuesto, sino el superguru de Matrix) y le dijo aquello de: You take the blue pill and the story ends.  You wake in your bed and you believe whatever you want to believe. You take the red pill and you stay in Wonderland and I show you how deep the rabbit-hole goes.

Ahora bien, si René hubiese sido español o italiano, a estas alturas del camino ya habría hecho de la duda metódica el fundamento de su picardía y la herramienta del trampantojo; si hubiese sido inglés, la habría repudiado como gesto de mal gusto; si hubiese sido ruso o gabacho postmoderno (cf. Derrida, Baudrillard et al.), se habría precipitado al caos con vanguardero entusiasmo y erigido allí una filosofía más enmarañada que la aberración de Tapies sobre el antro de su “arte” en la ciudad condal; y si hubiese sido alemán, se habría tragado la píldora roja... como de hecho haría Kant tiempo después, siendo el primero, por estos andurriales, en vislumbrar la Matrix, a la que los hindúes, por cierto, milenios antes denominaron Maya.

Pero Descartes no era ni español ni italiano ni ruso ni alemán ni hindú, no era ni siquiera un gabacho postmoderno; era un mero gabacho postrenacentista, que era de las peores cosas que se podía ser por aquel entonces... como nuestra historia demuestra. Así que, asustado en medio de aquel vacío dejado por su duda, sin más posesión que su pensar ergo su ser, y con Morpheo —a quien por negro y tentador aquel francés de antaño debió de tomar por el mismo demonio— allí delante, mirándolo de aquel modo tan opaco, René se asustó lo suyo y se tragó la píldora azul; y como fuera predicho, despertó en su lecho creyéndose todo lo que le habría gustado creer, si nunca hubiese dudado de nada, ni siquiera del catecismo de aquellos curas pederastas divinamente revelado mientras le tocaban la colita.

Es importante entender qué creyó el viejo René allí en su lecho aquella mañana, en la resaca de la píldora azul. Es importante porque René era un relé en el circuito de la filosofía, uno de esos nodos en la historia del cogitar humano cuya actividad tiene repercusiones globales. Es importante porque, para decirlo en plata, nos jodió bien la vida a todos. Porque Relé, en aquel trance, invocó al mismo Dios santísimo para que lo rescatara de Morpheo y de aquel desierto de lo Real en que había dado con sus huesos. Y recordó al pueril Anselmo de Canterbury y se dijo a sí mismo (con el espurio argumento del así llamado “santo”) que Dios necesariamente existía porque el concepto de Dios es tan perfecto que implica la existencia de lo conceptuado. Y se dijo que Dios necesariamente era bueno (wonder why!!), así que no iba a darle gato por liebre en el tráfico y el comercio de sus percepciones. Y se dijo que, por tanto y por ergo, todo lo que sintiera y pensara con claridad y precisión (id est, con ingenuidad e intolerancia) era verdad. Y he aquí que el mecano de aquel mundo que él destripara con la osadía de un héroe underground, apareció de nuevo ante él en toda su magnificencia hipnótica, reforzado hasta lo inexpugnable con el cemento y la roca de la arrogancia racionalista gabacha.

(Inciso: quien saliera de Matrix (la película, quiero decir) con un suspiro de alivio, pensando que en la “Realidad” las cosas no son como en esa turbadora historia, sencillamente no entendió una palabra. Matrix está ahí, ya lo dijo Kant y su progenie fiolosófica de idealistas alemanes; ya lo establecieron los hindúes muchos milenios atrás, y lo rubricaron después los budistas con pesimismo de existencialistas sartrianos. Matrix existe en la forma de una inmensa naturaleza maquinal de acciones y reacciones preprogramadas, en el centro de la cual (o en sus intersticios, si hablamos en plural) palpitan algo así como nucleolos de consciencia y voluntad autónomas, de singularidad e individualidad, pugnando por emerger, a través de espesísimos estratos de condicionamiento mecánico, del sueño del autómata a la libertad y espontaneidad absolutas. Pinocho, Data, el mito del muñeco o del androide que quiere ser humano, es la historia del hombre preprogramado —o sea, el sapiens insapiens automaticus—, que quiere recuperarse.)

Así que, ¿qué consecuencias prácticas se derivan del azul Descartes? ¿En qué ha ido a parar el predominio de la mentalidad cartesiana? Pues en que, hasta hoy y a pesar de los Morpheos posteriores, tomemos por verdades obvias lo que son meras ideas implantadas y nociones tan artificiales como los recuerdos del replicante; en que no sintamos ninguna necesidad de cuestionar “certezas” que, en realidad, no vienen a ser sino cómodos andamiajes para que el mundo siga siendo igual; en que aceptemos como realidades evidentes lo que no son sino consignas compartidas, y como objetos y hechos reales lo que son transcripciones imperfectas —cuando no distorsionadas— de nuestros indigentes sentidos; en que otorguemos categoría ontológica a cuatro principios residuales legados por la tradición y los convirtamos en escleróticas certidumbres... Resumiendo, en que no prolifere la sana costumbre de dudar, dudarlo todo, dudar hasta el fondo, en especial cuando algo parece Verdad de verdad o alguien se descuelga con el cuento de las revelaciones, los esencialismos, la inviolabilidad de las categorías, el imperativo taxonómico, la paranoia de las etiquetas y las clasificaciones, y la chorrada de las cuestiones identatarias. It’s Red, stupid! And get the fuck down to the fucking bottom of the the rabbit-hole!!