A Buda por la Senda de los Sueños
Es irónico, cuando lo pienso, que fuese Buda el que me llevase al Tantra... o, mejor dicho, que fuese el punto de partida desde el que llegué, siguiendo una línea insólitamente recta, al inicio —pero muy muy muy al inicio— del camino del Tantra. Buda representa de la forma más drástica posible la vía de la renuncia: el mundo es sufrimiento; las causas del dolor son el deseo y la ignorancia; suprime deseo e ignorancia y extinguirás el dolor; sigue una vida ética, contemplativa y sabia y alcanzarás el nirvana, la disolución. El Tantra, por el contrario, encarna de manera radical la vía de conquista: el objetivo no es sólo el yoga —esto es, la unión con la consciencia divina—, sino también el bhoga, el gozo del mundo fenoménico desde la soberanía existencial. El budismo abdica, extingue, desprende, segrega, anula... El Tantra lucha, amplía, potencia, engrandece, perfecciona... Recurriendo a los términos del filósofo italiano Julius Evola, el budismo se enmarca en la tradizione sacerdotale; el Tantra, entre las variantes eroiche della tradizione regale. En mis propios términos, el budismo es el solvente; el Tantra el coagulante.
Solve et coagula, proclama el célebre enunciado de la alquimia clásica... Así que quizá no sean tan contradictorios budismo y Tantra, después de todo, sino en cierto modo complementarios... siempre que el primero no se obceque y proceda hasta su absoluta consumación. Antitéticos sí, sin duda, pero posiblemente en un sentido hegeliano: budismo, tesis; Tantra, antítesis. ¿La síntesis?: un tantrismo en el que la vía búdica viene a ser algo así como el movimiento introductorio, la herramienta contemplativa necesaria para extinguir la vieja personalidad, librar la psique de apegos, purificar los afectos y emociones, y deshacer la sujeción de la mente al flujo incontrolado de pensamientos. De este modo, las poderosas energías desencadenadas por las prácticas tántricas no agrandan de forma indiscriminada todos los aspectos de la incongruente amalgama que es el hombre común, sino que amplifican tan sólo una destilación de lo mejor de su naturaleza.
Todas estas cosas yo no las comprendería hasta mucho más tarde. Si inicialmente no percibí la contradicción entre el budismo y el propósito —en mí temprano y natural— de madurar física, intelectual, paranormal y espiritualmente, fue porque aquél llegó a mí a una edad y de un modo que parecía contener en sí la respuesta a todas mis incipientes y todavía imprecisas aspiraciones.
La historia va más o menos así: como la inmensa mayoría de los chavales de mi generación, yo fui educado en el más estricto catolicismo. Y cuanto más estricta la educación, por poco consciente que uno sea, más visibles resultan las discordancias entre lo que los adultos (sacerdotes y monjas incluidos) te dicen que hay que hacer y lo que ellos hacen realmente, cotidianamente. Es inevitable, así pues, que la detección de este contrasentido lleve a la conclusión de que el comportamiento cristiano que quieren instilar en ti no es otra cosa que un modo sibilino de domesticarte, de tallarte a su medida, para su uso y comodidad. Y a mí, a los catorce años, esto me precipitó a una irrecuperable crisis de la fe y a una espantosa claustrofobia.
La religión era para mí, por aquel entonces, un aspecto fundamental de la vida. Tanto es así que, a temporadas, incluso abrigaba el anhelo de hacerme sacerdote. De manera que aquella crisis, motivada no por aspectos doctrinales (esto llegaría más tarde) sino por la hipocresía preponderante alrededor, constituyó una poderosa sacudida, un verdadero terremoto anímico.
Estaba en medio de mi naufragio personal cuando una noche soñé que en el clóset de mi habitación, donde se guardaban ropa y maletas, tropezaba con un pequeño portillo metálico a la altura del suelo, detrás de innumerables objetos. Soñé que lo abría y veía una cuerda tendida hasta el fondo de una inmensa gruta. Agarré la cuerda y empecé el descenso hacia las profundidades. La caverna estaba iluminada por la luz de innumerables velas dispuestas alrededor de la figura de un Buda gigante, sentado en postura contemplativa, de piedra negra minuciosamente labrada. La monumental efigie quedaba delante de mí, dándome la espalda, mientras yo me descolgaba por la cuerda como una pequeña, furtiva araña.
Llegué al suelo y caminé alrededor del inmenso ídolo que, extrañamente, parecía al mismo tiempo piedra esculpida y criatura viviente: como en el caso de un diorama, todo era cuestión de perspectiva.
Me abruma la sensación de lo extraordinario; me intimida este espacio recóndito y milagroso al alcance de mi mano, este reducto de paz y armonía perfectas. Me siento impelido a comunicar al resto de la casa la existencia de este lugar sagrado, así que asciendo de nuevo por la cuerda, llamo a mis padres y hermanos pero, cuando vuelvo al clóset, el portillo se ha desvanecido y con él el acceso a la caverna.
Como el evadido de Shangri-La, que descubre demasiado tarde el error de su huida, paso semanas tratando de retornar allí por la senda de los sueños, enfermo de una nostalgia irreparable. Hasta que un día, en una librería de Barcelona, tropiezo con las obras de Lobsang Rampa y tengo la intuición de haber encontrado una puerta trasera al mundo perdido de mi gruta.
El budismo que me llega a través de mi sueño y de los textos del falso monje tibetano es el camino exótico y hermético que conduce a los viajes astrales, la apertura del tercero ojo, la visión del aura, la telepatía... una vía de introspección y de evolución paranormal que se me antoja como la irrechazable alternativa a la hipocresía católica en la que estoy sumido. Un camino, no de sumisión, sino de heroico ascetismo para la conquista del poder que es nuestra herencia como seres evolutivos. Una senda sin un Dios juez y verdugo entretenido en absurdos experimentos morales, pero al final de la cual hay un Infinito impersonal y condescendiente cuya revelación da sentido y propósito a todas las cosas, a todos los esfuerzos.
No importará, tiempo después, descubrir que Lobsang Rampa es un impostor. Para entonces estoy tan infectado de orientalismo que no hay vuelta atrás.