Hacia los Cofines de lo Imaginable
El próximo Septiembre se cumplirán cincuenta y nueve años desde que el primer episodio de la serie Star Trek, producido por Desilu para la Paramount, apareció en las pantallas de televisión norteamericanas. Con el título de “Where No Man Has Gone Before” (“Adonde ningún hombre ha ido todavía”), nada en esta primera emisión, ninguna virtud televisiva especial, permitía suponer que Star Trek se convertiría en uno de los universos narrativos más longevos, complejos, compartidos, trascendentales y estudiados de la historia humana; y sin embargo, los elementos fundamentales de su ideología y sensibilidad ya estaban allí, expresados con tanta contundencia como tienen las letras de los himnos y los colores de las banderas. En primer lugar, el título del episodio, que pasaría a ser el lema de Star Trek, el imperativo motivacional no sólo de los personajes de la serie, sino también de sus creadores: para los primeros, el propósito de explorar la vida y las civilizaciones de toda la galaxia; para los segundos, el afán de concebir lo no concebido todavía, el viaje mental (Mind Trek) hasta los confines de lo imaginable; para unos y para otros, la exploración de lo desconocido, esa infinita aventura cognitiva, como rasgo definitorio fundamental de nuestra naturaleza humana.
En segundo lugar, aquel primer episodio enarbolaba ya la idea de la riqueza de lo diverso y de la necesidad (y posibilidad) de coexistencia igualitaria de lo diverso. En el puente de mando de la nave insignia de la Federación de Planetas Unidos, el Enterprise, las profundas divisorias que fraccionaban la América de los sesenta según principios de raza y de género quedarían sanadas. Rusos, americanos y europeos, blancos, negros, orientales y alienígenas de las especies más dispares, hombres, mujeres y personajes más allá de esta reduccionista dualidad sexual, irían conformando desde entonces los puentes de mando de las sucesivas naves protagonistas y lo harían, al paso de los años, con audacia creciente.
Cierto que por aquellos años sesenta el papel de la teniente Uhura, la heroína swahili interpretada por la afroamericana Nichelle Nichols, era muy limitado; pero es revelador también que, cuando Nichols quiso dejar la serie por esa razón, el mismo Martin Luther King la convenciera de la importancia emblemática de su presencia allí, en aquella idealización del futuro humano, para la lucha civil de la raza negra. Poco podía imaginarse entonces Nichols que el segundo spin off surgido de aquella serie original, Deep Space Nine, estaría protagonizado por un capitán afroamericano y que los personajes de color tendrían una relevancia especial en esta tercera serie de Star Trek, sin duda uno de los mejores programas de ciencia ficción que haya llegado nunca a las pantallas. Pero lo cierto es que, comparadas con la celebración tipológica y morfológica que es la galaxia vislumbrada por Star Trek, las diferencias raciales humanas acababan por volverse insubstanciales, lo que sin duda ha tenido trascendencia en la apreciación de la cuestión racial para los seguidores de este mundo narrativo.
En tercer lugar, aquel viejo episodio defendía un humanismo a ultranza manifestado en el rechazo incondicional y llano de cualquier forma de impuesta divinidad. Ya se tratase de un ser humano elevado a la omnipotencia, o de un ente alienígena con poderes absolutos, o del reencuentro en cualquier rincón del universo con una antigua o reciente divinidad de uno u otro panteón humano, los héroes de Star Trek estaban allí para defender la irrenunciable autonomía ética, anímica y cognitiva de nuestra especie, la belleza e infinitud de la aventura evolutiva, del descubrimiento gradual de nuestro sentido y lugar en el cosmos: ningún atajo al paraíso, ningún edén por hipnotizante que fuese merecía nuestra sumisión, ningún castigo bastaba para doblegar la independencia de la voluntad humana.
Con el tiempo, un cuarto principio se volvería emblemático, una idea ausente en este primer episodio televisado pero en germen ya en uno anterior rechazado por la Paramount (porque el primer oficial era una mujer) y reciclado posteriormente como “The Cage” (“Jaula de fieras”): la idea de que, fueran cuales fuesen las diferencias ideológicas y de interés que separasen a los protagonistas de sus enemigos, siempre era posible la síntesis entre las posiciones encontradas; y de que era justo esa convergencia y (relativa) conciliación lo que conducía al enriquecimiento de la perspectiva original humana. Esto haría con el tiempo que, en Star Trek, la idea de enemistad pura quedase asociada a cierta simpleza imaginativa, cierta superficialidad en la consideración del oponente; mientras que, cuanto más profundizaba Star Trek en la descripción de las civilizaciones “enemigas” más elementos ofrecía tanto a los héroes de la serie como a sus espectadores para admirarlas.
Ejemplo clásico son los klingon, en origen la contraparte soviética a escala galáctica: un imperialismo militarista, bruto y homogeneizante, confrontado con los valores democráticos de la Federación. Los klingon siguieron un curso paralelo al de la vieja URSS y tuvieron su propia perestroika, pero Star Trek, en lugar de asimilarlos suprimiendo su idiosincrasia cultural, ahondó en ella para ofrecer gradualmente la versión idealizada de la misma, reconduciendo su viejo militarismo insubstancial hacia el espíritu guerrero y el código de honor de una civilización de tipo samurái. Irónicamente, estos soviéticos interestelares fascinaron a los devotos norteamericanos de la serie. Lingüistas especializados desarrollaron un lenguaje para ellos; se creó un Instituto Klingon de la Lengua; se han traducido al klingon diversas obras de Shakespeare y partes de la Biblia, y hasta una emisora de radio alemana emite noticias en klingon. Y esto es sólo una mínima parte de la trascendencia cultural de un universo narrativo que, hasta el día de hoy, ha generado cinco series televisivas más una de animación, diez películas, y una ingente cantidad de novelas y de trabajos académicos destinados al estudio de este fenómeno.
Cinco series televisivas —Star Trek (1966-69), Star Trek: The Next Generation (1987-94), Deep Space Nine (1993-99) y Voyager (1995-2001)—, más una animada —(Star Trek: The Animated Series (1973-75)— y diez películas (seis de la vieja generación y cuatro de la nueva) conforman el periodo clásico, expresión del mejor humanismo norteamericano hecho serie televisiva, mirando al futuro hipertecnológico de una humanidad elevada a la cima de su constitución ética.
Un periodo transicional se dio entre el 2001 y 2005 con la infame Enterprise, infectada de ideología neocon y rebosante de plagio. Ésta decepcionó tanto a los fans como para que se cancelase chapuceramente al final de la cuarta temporada. Cabía preguntarse, sin embargo, si los acontecimientos internacionales de aquellos años y la transmutación de los Estados Unidos en una potencia militarista y cerril con George W. Bush y su gabinete de (irónicamente) denominados Vulcans (Dick Cheney, Donald Rumsfeld, Colin Powell, Paul Wolfowitz, Richard Armitage y Condoleezza Rice) había generado demasiada desesperanza para que pueda seguir vigente el optimismo humanista de Star Trek. Es sintomático que una de las series más emblemáticas en la ciencia ficción televisiva de aquella época, que absorbió gran parte del viejo público de Star Trek y hasta uno de sus más conspicuos productores, Battlestar Galactica, constituyó un mundo narrativo profundamente oscuro abocado, no ya a explorar los límites de la imaginación, sino a responder a esta descarnada pregunta: ¿merece la humanidad sobrevivir?
Star Trek retornó a la televisión doce años después, en el 2017, con Discovery, en lo que supuso el Neoceno del viejo universo narrativo. Siguió la estupenda Picard (2020-23) y Strange New Worlds, comenzada en el 2022 y todavía en curso... una serie joven todavía para determinar su valor dentro de esta proliferante mitología del futuro. Las tres películas con Chris Pine como el nuevo Capitán Kirk —Star Trek (2009), Into Darkness (2013) y Beyond (2016)— han conseguido una encomiable reconstrucción de los personajes de la primerísima generación (Kirk, Spock, Uhura, McCoy, Chekhov y Scotty) a cambio de caer en la recurrente paranoia de J. J. Abrams abriendo la puerta a un universo paralelo. Paranoia, por cierto, tan extendida ahora mismo en las sagas de ciencia ficción, que ningún guión es definitivo y toda narración se ha vuelto susceptible de reescritura, según el placer y expectativas crematísticas de los productores, mediante el recurso de remplazar el relato primario por cualquiera de las historias alternativas de un presunto multiverso.
En estos momentos, con Star Trek todavía rebosante de vida tras casi sesenta años después de su creación, sólo cabe esperar que el futuro evite volver a caer en el ridículo monumental que supuso la reciente Section 31, abominable y patética hasta los confines de lo imaginable.