Tantra

El Atajo de Buda

Corría el año 76 y yo volví de Asia rebosante de budismo y absolutamente adicto a las artes marciales. Desde Japón retornamos por Hong Kong, donde el culto a Bruce Lee efervescía aún tres años después de su muerte, y por Tailandia, donde tuve mi primer contacto en vivo con el kick boxing. No quería hacer nada más, después de aquel verano, que consagrarme a las técnicas ancestrales de lucha. Ansiaba conocerlas todas, dominarlas todas. En última instancia no habría de ser así, pero en aquel momento este orientalismo físico unido al espiritual constituía toda mi aspiración y mi horizonte.

Un año antes de todo esto, la muerte del Caudillo había abierto la puerta a un doble destape: erótico por un lado y místico por el otro. Era algo todavía incipiente, pero las revistas carnales empezaban a saturar los kioscos del mismo modo que los libros de taoísmo, hinduismo, teosofía y budismo —la mayoría de ellos en pésimas traducciones mejicanas y argentinas— inundaban las librerías convencionales y procreaban librerías especializadas en el trascendentalismo oriental. Eran, por supuesto, un misticismo y un erotismo que corrían en direcciones opuestas, cada uno por su lado, pero a los jóvenes con inclinaciones espirituales y en plena efervescencia hormonal nos llamaban ambos con la misma intensidad. Y turbadamente divididos entre uno y otro, nos preguntábamos en alguna parte recóndita de nosotros mismos, en un lenguaje hecho no de palabras sino de inquietudes, si era posible unir aquellas tendencias aparentemente tan contradictorias.

Por otra parte, veía que las artes marciales y el budismo han hecho un largo recorrido juntos y lo cierto es que, en ese momento, yo estaba fascinado por la doctrina de las Cuatro Nobles Verdades y del Óctuple Camino. Percibía, sin embargo, que había una substancial contradicción entre el cultivo marcial de mis facultades físicas y la senda mística que negaba el alma individual, la esencialidad del yo, y cuyo objetivo último era la disolución en el nihil o nirvana. ¿Para qué cultivar y acerar el cuerpo, si la meta es la nada? ¿Por qué perder un solo instante de meditación autodilutoria, si el mundo es una mentira mayúscula y cruel? Es cierto que la historia del hombre está saturada de incongruentes maridajes, pero eso no los hace más soportables, sólo pone en evidencia la increíble capacidad de la mente humana para engañarse a sí misma amalgamando lo incompatible con pretextos acaso elegantes y hasta sofisticados pero, en definitiva, espurios.

Había una inconsistencia más en el budismo que me inquietó por entonces: si el alma, esto es, la raíz trascendente del yo, no existe, todo el esfuerzo al que invita esta doctrina consiste en liberar a alguien que no es real de un dolor que es ilusorio. Quizá esto tenga algún sentido para la mentalidad oriental, pero a mí sólo me causa la mayor de las perplejidades.

Mi visita en verano de 1978 a Sri Lanka, el hábitat —casi me siento inclinado a decir el Parque Jurásico— del budismo presuntamente original, el budismo blanco o theravada, no sirvió para apaciguar mi dilema. El budismo era por entonces en Ceilán la religión mayoritaria, un 60% de la población afirmaba suscribirlo. Era también la religión más visible, pero su visibilidad consistía en un culto formalista que no se distinguía en nada más que en la arquitectura y los atavíos del que uno puede observar en las comunidades católicas tradicionalistas: adoración de las imágenes de Buda como si fuera Dios, cerril sumisión de los creyentes a la “iglesia”, hedonismo de los monjes, extendida y consentida pedofilia... De modo que, en la práctica, el mundo ilusorio de este budismo fundamentalista resultaba bien definitivo y, en lo ideológico, no me parecía más que un acto de cobardía existencial: frente al dolor universal, la fuga hasta el punto del suicidio ontológico, la extinción no sólo del cuerpo sino también de todo lo que conforma el supuestamente artificial constructo del yo.

Nietzsche por una parte y Teilhard de Chardin por la otra habían instilado en mí la idea del superhombre. No la del superhombre amoral del primero ni la del superhombre crístico del segundo, sino la de un ideal evolutivo que, en mi imaginario personal, se entremezclaba difusamente con el porte y figura de los superhéroes Marvel para dar lugar a un ente con capacidades físicas, intelectuales y paranormales incrementadas, alguien con una ética coherente, cristalina e inatacable, un guerrero de la Luz en un mundo de sombras crepusculares.

Más tarde, mucho más tarde, encontraría en el filófoso y místico indio Aurobindo Ghose una ideología que daba todo su espacio y protagonismo a esta figura; pero en aquel final de mi turbada adolescencia y comienzo de una insegura juventud la doctrina que encontré más compatible con mi aspiración evolutiva fue el tantrismo. Y la encontré justo en el seno de lo que, si uno lo examina en profundidad, no es otra cosa que una contradicción en los términos: el budismo tántrico tibetano.

No recuerdo exactamente en qué libro tropecé por primera vez con el Vajrayana a mi vuelta de Japón, durante mis obsesivas inquisiciones en todo lo relativo a la espiritualidad oriental. Recuerdo, sí, que unos pocos pero potentes conceptos, engalanados por sugestivas imágenes, quedaron implantados en mi memoria como enquistadas semillas esperando tiempos propicios para la germinación. Y a mi vuelta de Sri Lanka dos años después, cuando el negacionismo cósmico budista acabó por revelárseme en toda su contradictoria naturaleza, la posibilidad de construirse un cuerpo inmortal con el que manifestarse en todos los planos de la existencia a base de reciclar y recanalizar la energía sexual cobró todo el sentido para mí... al menos como ideal regulador.

Pensaba en esto y la imagen de yoguinis —extraída de no recuerdo qué lecturas—, capaces de inauditas acciones genitales para conducir el adepto a inconcebibles éxtasis anorgásmicos, ocupaba por completo los nebulosos espacios de mi fantasía inundándolos con aromas de aventura. Credo quia absurdum, establece el viejo dictum atribuido a Tertuliano: “Creo porque es absurdo”... Imaginando el cuerpo inmortal de diamante y las diestras yoguinis en perdidas ermitas del Himalaya yo podría haber dicho lo mismo, o quizá mejor: “Aspiro a ello porque es imposible.”